Segunda parte del resumen de mi conferencia del pasado 28 de junio con
motivo de la presentación de la Fundación Diocesana de Enseñanza Virgen de los
Llanos.
La
Iglesia en la enseñanza
Si
del anterior epígrafe se deduce la exigencia de una pluralidad educativa,
respetuosa con la Constitución y con los requerimientos académicos que el
Estado exige, quisiera presentar ahora aquella que, a mi parecer, más se
aproxima a la formación integral que requiere el educando.
Por
aquí debería haber empezado, pero es un hecho objetivo que la Iglesia, cada vez
que plantea una acción educativa, tiene necesidad de recurrir a la libertad
para recordar su derecho. Y, al contrario, cuando es cualquier otra institución
la que lo propone no sólo se le supone el derecho sino también su capacidad
para ejercitarlo. Así están las cosas. Cuando son otros los emprendedores,
basta que expliquen lo que se proponen. A la iglesia, en cambio, se le exige
que primero justifique su derecho a emprender.
Amigos
míos, no nacimos ayer. No fue ayer cuando empezamos a enseñar, tenemos detrás
una tradición y una experiencia de siglos. “La Iglesia ha creado y
fomentado en todos los siglos una ingente multitud de escuelas e instituciones
en todos los ramos del saber.
Hasta en aquella lejana Edad Media, en la
cual eran tan numerosos (alguien ha llegado a decir que hasta excesivamente
numerosos) los monasterios, los conventos, las Iglesias, las colegiatas, los
cabildos, junto a cada una de estas instituciones había un hogar escolar, un
hogar de instrucción y educación cristiana. A todo lo cual hay que añadir las
universidades esparcidas por todos los países.
No ha habido edad que no haya podido gozar
de este maravilloso espectáculo. En todos los tiempos, la Iglesia ha sabido
reunir alrededor de sí centenares y millares y millones de alumnos en su misión
educadora”.
Pero,
es que, además, “las escuelas públicas
surgieron primeramente -nótese bien lo que decimos- por iniciativa conjunta de la familia y de la Iglesia, sólo después y
mucho más tarde por iniciativa del Estado”.
Basta
recordar a San José de Calasanz, fundador de la primera escuela popular
cristiana. A Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Felipe Neri,
San Vicente de Paul, Santa Luisa de Marillac, San Juan Bautista de la Salle, Don
Bosco, al padre Poveda, al padre Manjón, …, entre otros.
Por
tanto, la historia de la educación, en general, y de la escuela de iniciativa social, en particular, no puede escribirse
sin reconocer el papel fundamental de la Iglesia Católica en extender el
concepto de enseñanza para todos, muy
especialmente para los más necesitados.
Miremos
en nuestra propia Albacete, ¿no son el Colegio Diocesano, el Colegio del Ave
María o los hermanos y hermanas (sores) paúles los que se dedican a los más
necesitados en los barrios más pobres?
Pero
remontémonos más, vayamos a los primeros siglos del cristianismo. En un tiempo
en el que el conocimiento parecía reservado a unos pocos perfectos, los
cristianos de la primera época (Ireneo, Tertuliano, Justino, Clemente de
Alejandría, Orígenes, los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, san Agustín, entre otros) extendieron como verdad universal a todo
hombre y mujer la posibilidad de conocer, la confianza en la razón.
Y
llegado aquí, conviene dejar claro a qué educación me refiero, “la educación -escribió Pio XI- consiste esencialmente en la formación del hombre tal cual debe ser y
debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el cual
ha sido creado”; y añade: “es por
tanto de la mayor importancia no errar en materia de educación, de la misma
manera que es de la mayor trascendencia no errar en la dirección personal hacia
el fin último”.
Fíjense, Laplace pudo decir a Napoleón que “Dios” era una
hipótesis que no necesitaba, anécdota que habrán oído muchos de nuestros hijos y
que viene a afirmar lo contrario de lo que les hemos enseñado en casa, mientras
que yo vuelvo a recordar aquí que “La
revelación abre un horizonte de novedad, introduce en la historia un punto de
referencia del que no se puede prescindir”. Introduce una verdad universal
y última que induce a la mente a no pararse nunca.
Y este es parte del contenido que yo exijo a la
educación, que se le recuerde al educando que Dios, respetando la libertad
humana, obliga a la mente a abrirse a la trascendencia. «Conoceréis la verdad y
la verdad os hará libres».
Y en esta apertura está el conocimiento de la Revelación
cristiana que, en el decir de Juan Pablo II, es la estrella que libra al hombre de la mentalidad inmanentista y de las
estrecheces de una lógica tecnocrática. Porque es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el
proyecto originario de amor iniciado con la creación.
Es bien sabido que la Iglesia ha enseñado siempre, y
sigue enseñando, que los progresos científicos y técnicos y el consiguiente
bienestar material que de ellos se sigue son bienes reales y deben considerase
como prueba evidente del progreso de la civilización humana.
Pero la Iglesia enseña igualmente que hay que valorar ese
progreso de acuerdo con su genuina naturaleza, esto es, como bienes
instrumentales puestos al servicio del hombre, para que éste alcance con mayor
facilidad su fin supremo, que no es otro que facilitar su perfeccionamiento personal,
tanto en el orden natural como en el sobrenatural.
Progreso material y espíritu no están reñidos sino que se
dan la mano; pero el desconocimiento de Dios y su Revelación al que está
sometido el educando de hoy sigue haciendo válidas aquellas palabras de Pio
XII: «La obra maestra y monstruosa de
esta época, ha sido la de transformar al hombre en un gigante del mundo físico
a costa de su espíritu, reducido a pigmeo en el mundo sobrenatural y eterno».
Amigos míos, en la educación, debemos tener siempre
presentes las palabras que gustaba repetir al beato Juan XXIII: deseo ardientemente que resuene como perenne
advertencia en los oídos de nuestros hijos el aviso del divino Maestro: “¿Qué
aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el
hombre a cambio de su alma?”
Esto
quiere decir que, además de que el ambiente en los centros educativos deba ser
estimulante y que se pueda construir en ellos semilleros de talentos
originales, premiando a quienes hacen planteamientos intelectuales inesperados (sentido
y orientación que desconoce la actual educación en España), tiene que haber -repito-
una orientación hacia la trascendencia que desde hace dos mil años recoge la
tradición cristiana.
Y,
al decir esto, me viene a la cabeza el humanismo cristiano (pero, ¡que sea
cristiano!). No encuentro un planteamiento más atractivo. Recordar a Tomás
Moro, a mi paisano Juan Luis Vives y a Erasmo, me trae a la cabeza lo que
aspiro en la enseñanza: a la sabiduría.
Una sabiduría que, como decía Pascal, debe conducir a la Caridad (sin
complejos).
Que
nuestra Señora de la Enseñanza, MATER VERITATIS, tenga a bien mover los
corazones de los hombres para que no olviden la mejor educación, la que
proviene de aquel que “todo lo hizo bien”.
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