miércoles, 25 de diciembre de 2013

El misterio de la Resurrección

Resumen de mi intervención del 25 de noviembre en la parroquia de San Francisco de Asís de Albacete, dentro de las conferencias preparatorias a la Coronación Canónica de Nuestra Señora de la Esperanza, la Virgen de la Macarena del 14 de diciembre.

No es fácil distinguir qué aspectos de nuestra vida son iluminados por una sola de las verdades que profesamos. Y si esto puede decirse de cada una de ellas, ¿cómo no decirlo del misterio de la Resurrección que lo empapa todo, que da sentido a nuestra Fe e ilumina todas las demás verdades?
Pero, aún así, debemos interrogarnos sobre ello y preguntarnos: ¿qué aspectos de nuestra vida diaria son iluminados -o deberían ser iluminados- por el misterio de la Resurrección?

LA VIDA ETERNA

La primera consecuencia de esta verdad de Fe es creer en nuestra propia resurrección, lo que nos lleva a pensar en una vida futura que será eterna.
Esta promesa de la vida eterna sugiere que estamos de paso, que la vida presente es un peregrinaje y que hay que llenar las alforjas con lo único que es capaz de traspasar el umbral de la muerte natural, el amor.
Así pues, las únicas joyas que debemos ambicionar, el único tesoro, son aquellos actos de amor verdadero, muchas veces ignorados, ocultos en su mayoría. Actos de entrega y servicio, de dolor ofrecido.
Lo dijo Jesús: “Cuando venga el Hijo del hombre (…) dirá a los que están en su derecha: venid, benditos de mi padre, a tomar posesión del reino, que os está preparado desde el principio del mundo. Porque yo tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, y me hospedasteis; estando desnudo, me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; encarcelado, y vinisteis a verme”.
La Resurrección, pues, con la promesa de la vida futura, alumbra lo que tiene valor verdadero para nuestra vida. Nos da la clave para interpretar el mundo. Cualquier otra clave, como la fama, el poder, el prestigio, el dinero, el bienestar, la seguridad y demás insinuaciones del tiempo que nos ha tocado vivir, sólo conseguirá que andemos errantes entre sombras.
Ahora bien, la realidad de la vida eterna no consiste sólo en alumbrar la vida presente, sino que es también la realidad del Cielo. Y, aún más, si la vida eterna es una verdad consoladora es porque existe el Cielo.
Hoy echo de menos que no se educa a los cristianos en esta realidad. Parece un cuento destinado a que los niños sean buenos, una verdad que no quieren contemplar ya los adultos. Y, sin embargo, es un consuelo, como también es la única meta por lo que vale la pena vivir.
Se habla mucho de “educar para la vida”, pero ¿para qué “vida” educamos a nuestros hijos? ¿No es verdad que muchas veces confundimos la buena educación con los resultados académicos, que confundimos su objetivo con el de conseguir una colocación rentable o socialmente prestigiosa? ¿No es verdad que se da poca importancia a la asignatura de religión y que, incluso, algunos no matriculan a sus hijos en ella?
Amigos míos, para nosotros, los cristianos, educar para la vida es educar para el Cielo, pues como dijo san Ireneo: “la vida del hombre consiste en la visión de Dios”.
Se cuenta que santa Teresa de Jesús, cuando corría con su hermano en brazos buscando el martirio en tierra de moros, susurraba a oídos de éste: “Rodrigo, ¡el Cielo, para siempre, para siempre!, ¡para siempre!”  ¡Cómo se clarifica todo con esa palabra! Y la repito otra vez: Cielo; y muchas veces: Cielo, Cielo, Cielo, …

EL PODER DE NUESTRO DIOS

Pero esta verdad consoladora, esta vida futura gozando de la presencia de Dios, no debe ocultar el significado que, en sí mismo, encierra el misterio de la Resurrección. Un significado que hemos obviado actualmente pues la Resurrección es en primer lugar una afirmación del poder de nuestro Dios.
A los primeros cristianos, a aquellos que venían del paganismo, lo que más les sorprendía de su nueva religión -aparte del amor de Dios- no era tanto la promesa de la vida futura -quizás porque pensaban que era inminente- como el poder y la grandiosidad de Dios.
Nosotros solemos olvidar en la vida ordinaria este poder y, a lo más, parece que lo recordamos después de cada catástrofe. Si dios existe y es todopoderoso, decimos, ¿por qué no ha evitado tal o cual hecho?
Vivimos tiempos en los que todo parece ser obra del hombre: el mundo, la civilización, la cultura, la ciencia, la técnica, todo parece proceder de las leyes de la naturaleza y de la iniciativa del hombre.
Sin embargo, decía Juan Pablo II, ante la Resurrección, el hombre debe detenerse y confesar sinceramente lo que él mismo no es capaz de hacer. Y, es que, la Resurrección supera la capacidad del hombre. Ante ella, o aprende a pronunciar la palabra Dios o busca todo tipo de explicaciones para no aceptar de hecho este conocimiento.
Considerar el poder de Dios lleva a entender su amor.
La misma Navidad, el nacimiento de Jesús en Belén no pasaría de ser eso, un nacimiento más, si no fuera porque es un Dios el que se anonada, que se hace hombre-niño por amor a los hombres. La grandeza de Dios se esconde en un humilde pesebre.
Ese mismo poder, que se transforma todo en amor, es el que da realce a la pasión de Jesús. En el hecho del Hijo de Dios crucificado se estrella todo intento de la mente de construir solo mediante argumentos humanos una justificación suficiente del sentido de la existencia, desafía toda filosofía. Para lo que Dios quiere ya no es posible la mera sabiduría del hombre sabio. Pues, para revelar el misterio, Dios elige lo que la razón considera «locura» y «escándalo».
Amigos míos, no podemos reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas. La lógica de Dios no es la nuestra. Si conociéramos el poder de Dios...
Y tú y yo siempre con la misma queja: “¿Quién nos apartará la piedra de delante de la entrada?” Pero, ¡si Cristo ha vencido a la muerte! Es cierto que Tú y yo, solos, no podemos con esas piedras que ciegan nuestra esperanza diaria, pero con Él sí podemos. Con palabras de san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”.

CRISTO VIVE

Por último, no podemos olvidar que resucitar significa volver a la vida y, en consecuencia, Cristo sigue vivo, está entre nosotros.
El Papa Francisco, en su primera encíclica, nos echaba en cara que “pensamos que Dios sólo se encuentra en el más allá, en otro nivel de la realidad, separado de nuestras relaciones concretas”..
Esta es una realidad que no podemos olvidar: Cristo vive. Diariamente está a nuestro lado. No sólo porque está en el Sagrario con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad. Ni tan sólo porque lo podemos tratar en la oración.
Sino que Cristo está también presente en los hombres y mujeres que nos rodean; sale a nuestro encuentro diariamente en nuestros hermanos; en la realidad de los pobres materiales y los pobres de espíritu; de los que nos parecen pesados y cansinos; de los que no entienden que la vida es un don y, entre aquellos que nos muestran su amor. Ahí Dios se hace presente, con la misma pregunta que hizo a Pedro: “¿me quieres?” Y si me quieres, nos dice, cuida de los que te rodean.
Esta es la grandeza de la vida ordinaria, que no es tan chata como podemos pensar, ni tan aburrida o monótona, ¿cómo puede serlo si sale diariamente a nuestro encuentro?
Cristo sigue a nuestro lado y cubre de infinita dignidad al ser humano, a todo hombre o mujer, desde el concebido hasta el viejo demente, desde el de cuerpo atlético o mente privilegiada hasta el enclenque físico o mental.
Su presencia sigue embelleciendo el mundo y recordando que la vida, cualquier vida, merece la pena ser vivida.

DESPEDIDA

Acabo con la oración de Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi, no sin antes daros las gracias, cofrades, por pasear en la Semana Santa de Albacete, año tras año, a nuestra Señora de la Esperanza. Gracias por vuestra catequesis popular.
Y esta es la oración:

Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.

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