Resumen
de mi intervención del 25 de noviembre en la parroquia de San Francisco de Asís
de Albacete, dentro de las conferencias preparatorias a la Coronación Canónica
de Nuestra Señora de la Esperanza, la Virgen de la Macarena del 14 de diciembre.
No
es fácil distinguir qué aspectos de nuestra vida son iluminados por una sola de
las verdades que profesamos. Y si esto puede decirse de cada una de ellas,
¿cómo no decirlo del misterio de la Resurrección que lo empapa todo, que da
sentido a nuestra Fe e ilumina todas las demás verdades?
Pero,
aún así, debemos interrogarnos sobre ello y preguntarnos: ¿qué aspectos de nuestra
vida diaria son iluminados -o deberían ser iluminados- por el misterio de la
Resurrección?
LA
VIDA ETERNA
La
primera consecuencia de esta verdad de Fe es creer en nuestra propia
resurrección, lo que nos lleva a pensar en una vida futura que será eterna.
Esta
promesa de la vida eterna sugiere que estamos de paso, que la vida presente es
un peregrinaje y que hay que llenar las alforjas con lo único que es capaz de
traspasar el umbral de la muerte natural, el amor.
Así
pues, las únicas joyas que debemos ambicionar, el único tesoro, son aquellos
actos de amor verdadero, muchas veces ignorados, ocultos en su mayoría. Actos
de entrega y servicio, de dolor ofrecido.
Lo
dijo Jesús: “Cuando venga el Hijo del
hombre (…) dirá a los que están en su derecha: venid, benditos de mi padre, a
tomar posesión del reino, que os está preparado desde el principio del mundo.
Porque yo tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber;
era peregrino, y me hospedasteis; estando desnudo, me cubristeis; enfermo, y me
visitasteis; encarcelado, y vinisteis a verme”.
La
Resurrección, pues, con la promesa de la vida futura, alumbra lo que tiene valor
verdadero para nuestra vida. Nos da la clave para interpretar el mundo.
Cualquier otra clave, como la fama, el poder, el prestigio, el dinero, el
bienestar, la seguridad y demás insinuaciones del tiempo que nos ha tocado
vivir, sólo conseguirá que andemos errantes entre sombras.
Ahora
bien, la realidad de la vida eterna no consiste sólo en alumbrar la vida
presente, sino que es también la realidad del Cielo. Y, aún más, si la vida
eterna es una verdad consoladora es porque existe el Cielo.
Hoy echo
de menos que no se educa a los cristianos en esta realidad. Parece un cuento
destinado a que los niños sean buenos, una verdad que no quieren contemplar ya
los adultos. Y, sin embargo, es un consuelo, como también es la única meta por
lo que vale la pena vivir.
Se habla mucho de “educar para la
vida”, pero ¿para qué “vida” educamos a nuestros hijos? ¿No es verdad que muchas veces
confundimos la buena educación con los resultados académicos, que confundimos
su objetivo con el de conseguir una colocación rentable o socialmente
prestigiosa? ¿No es verdad que se da poca importancia a la asignatura de
religión y que, incluso, algunos no matriculan a sus hijos en ella?
Amigos míos, para nosotros,
los cristianos, educar para la vida es educar para el Cielo, pues como dijo san
Ireneo: “la vida del hombre consiste en
la visión de Dios”.
Se cuenta que
santa Teresa de Jesús, cuando corría con su hermano en brazos buscando el
martirio en tierra de moros, susurraba a oídos de éste: “Rodrigo, ¡el Cielo, para siempre, para siempre!, ¡para siempre!” ¡Cómo se clarifica todo con esa palabra! Y la
repito otra vez: Cielo; y muchas veces: Cielo, Cielo, Cielo, …
EL
PODER DE NUESTRO DIOS
Pero
esta verdad consoladora, esta vida futura gozando de la presencia de Dios, no
debe ocultar el significado que, en sí mismo, encierra el misterio de la
Resurrección. Un significado que hemos obviado actualmente pues la Resurrección
es en primer lugar una afirmación del poder de nuestro Dios.
A
los primeros cristianos, a aquellos que venían del paganismo, lo que más les
sorprendía de su nueva religión -aparte del amor de Dios- no era tanto la
promesa de la vida futura -quizás porque pensaban que era inminente- como el
poder y la grandiosidad de Dios.
Nosotros
solemos olvidar en la vida ordinaria este poder y, a lo más, parece que lo
recordamos después de cada catástrofe. Si
dios existe y es todopoderoso, decimos, ¿por
qué no ha evitado tal o cual hecho?
Vivimos
tiempos en los que todo parece ser obra del hombre: el mundo, la civilización,
la cultura, la ciencia, la técnica, todo parece proceder de las leyes de la
naturaleza y de la iniciativa del hombre.
Sin
embargo, decía Juan Pablo II, ante la Resurrección, el hombre debe detenerse y
confesar sinceramente lo que él mismo no es capaz de hacer. Y, es que, la
Resurrección supera la capacidad del hombre. Ante ella, o aprende a pronunciar
la palabra Dios o busca todo tipo de explicaciones para no aceptar de hecho
este conocimiento.
Considerar
el poder de Dios lleva a entender su amor.
La
misma Navidad, el nacimiento de Jesús en Belén no pasaría de ser eso, un
nacimiento más, si no fuera porque es un Dios el que se anonada, que se hace
hombre-niño por amor a los hombres. La grandeza de Dios se esconde en un
humilde pesebre.
Ese mismo poder, que se transforma todo en amor, es el
que da realce a la pasión de Jesús. En el
hecho del Hijo de Dios crucificado se estrella todo intento de la mente de
construir solo mediante argumentos humanos una justificación suficiente del
sentido de la existencia, desafía toda filosofía. Para lo que Dios quiere
ya no es posible la mera sabiduría del hombre sabio. Pues, para revelar el
misterio, Dios elige lo que la razón considera «locura» y «escándalo».
Amigos míos, no podemos reducir la grandeza de Dios a
nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas. La lógica de Dios
no es la nuestra. Si conociéramos el poder de Dios...
Y tú
y yo siempre con la misma queja: “¿Quién nos apartará la piedra de delante de
la entrada?” Pero, ¡si Cristo ha vencido a la muerte! Es cierto que Tú y yo,
solos, no podemos con esas piedras que ciegan nuestra esperanza diaria, pero
con Él sí podemos. Con palabras de san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me
conforta”.
CRISTO
VIVE
Por
último, no podemos olvidar que resucitar significa volver a la vida y, en
consecuencia, Cristo sigue vivo, está entre nosotros.
El
Papa Francisco, en su primera encíclica, nos echaba en cara que “pensamos que Dios sólo se encuentra en el
más allá, en otro nivel de la realidad, separado de nuestras relaciones
concretas”..
Esta
es una realidad que no podemos olvidar: Cristo vive. Diariamente está a nuestro
lado. No sólo porque está en el Sagrario con su cuerpo, su sangre, su alma y su
divinidad. Ni tan sólo porque lo podemos tratar en la oración.
Sino
que Cristo está también presente en los hombres y mujeres que nos rodean; sale
a nuestro encuentro diariamente en nuestros hermanos; en la realidad de los
pobres materiales y los pobres de espíritu; de los que nos parecen pesados y
cansinos; de los que no entienden que la vida es un don y, entre aquellos que
nos muestran su amor. Ahí Dios se hace presente, con la misma pregunta que hizo
a Pedro: “¿me quieres?” Y si me quieres, nos dice, cuida de los que te rodean.
Esta
es la grandeza de la vida ordinaria, que no es tan chata como podemos pensar, ni
tan aburrida o monótona, ¿cómo puede serlo si sale diariamente a nuestro
encuentro?
Cristo
sigue a nuestro lado y cubre de infinita dignidad al ser humano, a todo hombre
o mujer, desde el concebido hasta el viejo demente, desde el de cuerpo atlético
o mente privilegiada hasta el enclenque físico o mental.
Su
presencia sigue embelleciendo el mundo y recordando que la vida, cualquier
vida, merece la pena ser vivida.
DESPEDIDA
Acabo con la oración de Benedicto
XVI en su encíclica Spe Salvi, no sin
antes daros las gracias, cofrades, por pasear en la Semana Santa de Albacete,
año tras año, a nuestra Señora de la Esperanza. Gracias por vuestra catequesis
popular.
Y esta es la oración:
Santa María,
Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo.
Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y
guíanos en nuestro camino.
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