Sentado frente
a tía Juliana me confiesa que, de haber nacido en otra nación, ella hubiera
sido lapidada. Animada por la confidencia, tía Prudencia, que está a mi lado y
presume de estar sorda, interviene afirmando que tampoco ella podría haberse
licenciado si hubiera nacido en otra familia. Miro entonces hacia la puerta del
restaurante, donde un hombre lleva ya algunas horas pidiendo limosna, y me
pregunto qué añadiría él si hubiera sido invitado a la mesa.
Pero la conversación
sigue el hilo de las nefastas noticias que inundan la prensa y los telediarios.
Guerras, terrorismo, violencia callejera, catástrofes naturales, epidemias,
atentados a la libertad, extremismos, corrupción, desunión, barbaries que
creíamos ya superadas o de otro tiempo,… En fin, que parece que vivimos en un
mundo donde el mal (con sus distintas caras) campa a sus anchas y en el que todo
signo de esperanza es pasajero y fruto de alguna maniobra (no se sabe cuál)
electoral.
Tía Juliana
dice que todo ese negror responde a algún planteamiento y nos preguntamos cuál
puede ser: ¿para que no olvidemos que somos unos privilegiados?, ¿para que
comprendamos mejor a los demás y les ayudemos?, ¿para que pongamos nuestras
barbas a remojar?, ¿para mostrarnos que no hay remedio, que no hay victoria
posible contra el mal?, ¿para crear desconfianza entre los hombres?, ¿para
echar leña a la lumbre del odio?,…
Sin embargo, tía Juliana no se para en los
interrogantes, va más allá, porque lo que ella quiere decirnos es que en este
mundo hay más acciones positivas que negativas. Que en el mundo es mayor el
bien que la barbarie. Que hay más acciones bondadosas que lamentables y que
basta con querer para que muchas de estas puedan convertirse en aquellas.
Le respondo
con Chesterton que un hombre o una mujer no es noticia porque limpie todos los
días los cristales de su casa, que sólo lo será cuando por limpiarlos caiga al
vacío. “¡Majadero! -replica con ese candor que da la edad-, yo no te hablo de las
noticias que hay que dar, sino del pesimismo que sugieren, de la desesperanza
que lleva al individualismo, del pare usted que yo me quedo en mi casita. Pero,
sobre todo, quiero insistir en que hay muchos más motivos de esperanza que de
su contraria, muchas más luces que sombras. Y lo que es más importante, que hay
que darlas a conocer”.
Tiene razón,
contesto. Necesitamos alimentar nuestra esperanza. Pero, quizás, lo primero sea
fundamentarla. Siempre he creído que la Historia de la Humanidad es la Historia
de una espera, la de Cristo. Una Buena Noticia narrada en la Escritura y que,
al decir de Newman, si juzgamos por ella siempre le esperaremos, pero si
juzgamos por el mundo, no le esperaremos nunca.
Me enternece
pensar que es como un cuento de hadas, que -a pesar de los pesares- al final
acaba bien. Un cuento que habla de una virgen desposada con un varón llamado
José, de la casa de David, que tiene un hijo que prometió estar con nosotros
hasta el fin del mundo.
Es posible que
el mundo siga sin quererlo conocer, pero sigue aquí; “nos susurra al oído, nos
hace signos”.
Algo de esto debieron de entender mis genios
matemáticos cuando grabaron en una placa: “Gracias por enseñarnos que todo
problema tiene solución”. No sé cuándo lo dije ni en razón de qué lo dije, ni
siquiera recuerdo que se lo contara a tía Juliana, pero sí intuyo por qué lo
dije.
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