“Antes de la
guerra era siempre verano”, escribió Orwell. Y, es que, la Primera Guerra
Mundial despertó a muchos de su sueño romántico. Supuso “el colapso de todo mi
mundo”, dirá Tolkien. Porque la paz con la que se cerró ya no fue la misma paz.
Y mientras los vencedores se repartían los despojos del vencido, dejaron hacer
en la casa del humillado. No supieron o no quisieron ver las consecuencias de
lo que se estaba gestando allí, Hasta que llegó la Segunda Guerra, que a toda
una generación pareció que iba a ser la guerra más inhumana, la más execrable.
Sólo tendríamos que esperar a ver televisadas las de Biafra, Camboya,
Vietnam,…, para aprender que la bestialidad está presente en toda guerra.
Ahora, después
de cien años de la Gran Guerra, la historia se repite. En África, en Oriente
Medio, en Europa,… También la bestialidad se repite, también, hasta tal punto
que parece “superar la imaginación más febril” (monseñor Louis Sako, Patriarca
de los Caldeos). Y no es necesario que detallemos esta bestialidad, pues es de
sobra conocida por medio de la prensa y televisión, aunque sí podríamos
analizar a qué se debe. Yo aporto que más que una enfermedad parece un síntoma.
Y me pregunto si podrá despertarnos de ese sueño apacible en el que vivimos y
que tan bien describe el interrogante “¿qué hay de lo mío?”.
Pero, aunque
la historia se repita y la guerra parezca ser lo ordinario de la raza humana
(¿inhumana?), hay algo en estas de África, Siria o Iraq que los medios de
comunicación pasan por alto o pronuncian en voz baja. Se trata del hecho de que
hay hombres, mujeres y niños que prefieren morir que perder su fe religiosa.
Toda una bofetada a una sociedad que podría ser definida mediante la
exclamación “¡no es para tanto!” o esa otra de “¡siempre habrá una
alternativa!”. Pero, ¿y si no la hay? ¿Qué pasa si la única alternativa es
renegar de la fe? No es que te encañonan y te dicen “la bolsa o la vida”, sino
que te encañonan o encañonan a tu hijo y te dicen “la fe o la vida”. Y me acuerdo
de aquel misionero javeriano, don Mario, que en una visita a España nos decía:
“a los cristianos de aquí les falta sentir el riesgo que supone vivir en
cristiano”. ¡Qué bien lo sabía!
Es cierto que
para la mayoría de nosotros la exigencia de la fe se muestra en las cosas
ordinarias, en el día a día. Pero los que en estos días sufren por causa de la
fe nos recuerdan que el listón de la exigencia quizás pueda ponerse un poco más
alto. Y no por masoquismo, sino porque vale la pena, llevamos un gran tesoro en
vasijas de barro. El ejemplo de estos nuevos mártires nos exige también, con
palabras del Papa Francisco, ser instrumentos de pacificación (no de pacifismo)
y testimonios creíbles de una vida reconciliada. Tenemos en nuestras manos el
que siempre sea verano.
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