viernes, 12 de diciembre de 2014

Basta un viaje de diez metros

Cuando el director miró la pizarra, adivinó de inmediato que aquel maestro ya no estaba para dar clases (ya no era apto para la docencia, se dijo). Que aceptara como buenas aquellas sumas: 1+1=10, 11+1=100 y 101+1=110, confirmaba lo que le habían dicho, que ese maestro ya no enseñaba nada bueno. Así que decidió jubilarlo y darle cita para la cuarta planta del Perpetuo (psiquiatría).
Si el director no hubiera ido tan predispuesto (pero le habían dicho que el maestro chocheaba) o se hubiera parado a pensar en lo que estaba escrito (pero, según sus conocimientos, ¡eran tan evidentes los errores!) o hubiera preguntado qué es lo que estaban haciendo (pero no compensaba dialogar con alguien tan equivocado), habría advertido que estaban trabajando con números en base dos, cuya álgebra es el sostén de la Informática. Así que aquel maestro no sólo enseñaba sino que, además, estaba profundizando.
Que perdonen mis amigos directores porque ni actúan así, ni tienen potestad para ello, pero este supuesto me sirve para plantear gráficamente algo de lo que sucede en nuestro siglo: unos pocos crean una corriente de opinión como la única posible, la imponen mediante un pensamiento débil y califican de monstruos a aquellos que no piensan igual. Corriente de opinión a la que se suma el interés económico de lobbies con influencia mediática, que controlan diversas instituciones universales en las que no puede o no quiere participar la gente común. Error, grave error de esta gente común, pues al final no tiene más remedio que optar entre practicar en público lo que no comparte en privado o sufrir descalificaciones que le impide participar en la vida pública. Es posible que esto haya sido siempre así pero, en un tiempo que tanto presume de libertades y tolerancia, conviene enfatizar que lo sigue siendo.
Unamuno describía así una situación análoga: “nada irrita tanto al jacobino como el que alguien se le escape de sus casillas; acaba por cobrar odio al que no se pliega a sus clasificaciones, diputándole de loco e hipócrita”. Y Marañón apuntaba la posible solución: “cada ser humano será tanto más útil a la sociedad de que forma parte cuanto más fuerte sea su personalidad”. Y animaba a construirla, ya en la época de la juventud, sobre moldes inmutables.
Esa corriente de opinión (expresión de “gelatinosas ideologías débiles”, según Claudio Magris) que, sibilinamente y de manera intransigente se apodera hoy de la sociedad, pretende crear un hombre nuevo (cuando no hay nada nuevo bajo el sol), una nueva antropología que descuartiza la anterior, la de raíz greco-cristiana, sin dejar miembro sano.
Todo lo altera, desde el embrión humano hasta la ancianidad, pasando por la invención de nuevos sexos y la reducción del amor a la sexualidad, la destrucción del concepto tradicional de matrimonio y de familia o de maternidad y paternidad, la domesticación que sustituye a la educación, la voluntad de las masas en lugar de la verdad, la obcecación por negar toda trascendencia, la miopía ante el mundo espiritual, …, nada se salva. Un clima de opinión caracterizado por el relativismo, el individualismo y la desconfianza en el ser humano. Pero, sobre todo, por la ausencia de moralidad. Nada es bueno o malo, nada hay inmutable. Se pierde así toda referencia, lo que explica que “acaso nunca [como en este tiempo] hayamos estado tan desconcertados respecto a ciertas cuestiones básicas” (M. Vargas Llosa)
Nada más cierto que “nuestra herencia no viene precedida por ningún testamento” (Renè Char), que cada generación debe volver a esforzarse por mantener lo que es bueno, bello y verdadero; así como extirpar lo que no corresponde al ser humano. Pero, para hacerlo, no hay que pasarse al reverso. Se necesita conservar las raíces que llevaron a decidir que hay algo que se debe cambiar. Y en el reverso no se sustentan las raíces, quedan al aire, se secan.
No hay que dar, pues, tantas vueltas, basta con un viaje de diez metros. Y digo “Un viaje de diez metros” porque en esa novelita llevada al cine es fácil entender lo que no quieren ver esos descuartizadores (deconstructores): “Se debe cambiar con los tiempos, pero de una manera que renueve su esencia, no que la abandone”; “debemos luchar por permanecer en contacto con nuestro patrimonio, con quiénes somos, sobre todo en estos tiempos modernos tan frenéticos, …. Cambiar, sí, pero del modo en el que los grandes actores se transforman: agitando el exterior desde la esencia”.

De eso se trata, de agitar el exterior desde la esencia. Así lo hacía nuestro maestro con los sistemas de numeración y así debe hacerlo quien tenga inquietudes sociales. Permanecer en contacto con nuestro patrimonio a pesar de los nuevos jacobinos.

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