Cuando el director miró la pizarra, adivinó de inmediato que
aquel maestro ya no estaba para dar clases (ya no era apto para la docencia, se
dijo). Que aceptara como buenas aquellas sumas: 1+1=10, 11+1=100 y 101+1=110, confirmaba
lo que le habían dicho, que ese maestro ya no enseñaba nada bueno. Así que
decidió jubilarlo y darle cita para la cuarta planta del Perpetuo
(psiquiatría).
Si el director no hubiera ido tan predispuesto (pero le
habían dicho que el maestro chocheaba) o se hubiera parado a pensar en lo que
estaba escrito (pero, según sus conocimientos, ¡eran tan evidentes los
errores!) o hubiera preguntado qué es lo que estaban haciendo (pero no
compensaba dialogar con alguien tan equivocado), habría advertido que estaban trabajando
con números en base dos, cuya álgebra es el sostén de la Informática. Así que
aquel maestro no sólo enseñaba sino que, además, estaba profundizando.
Que perdonen mis amigos directores porque ni actúan así, ni
tienen potestad para ello, pero este supuesto me sirve para plantear gráficamente
algo de lo que sucede en nuestro siglo: unos pocos crean una corriente de
opinión como la única posible, la imponen mediante un pensamiento débil y
califican de monstruos a aquellos que no piensan igual. Corriente de opinión a
la que se suma el interés económico de lobbies con influencia mediática, que
controlan diversas instituciones universales en las que no puede o no quiere participar
la gente común. Error, grave error de esta gente común, pues al final no tiene
más remedio que optar entre practicar en público lo que no comparte en privado o
sufrir descalificaciones que le impide participar en la vida pública. Es
posible que esto haya sido siempre así pero, en un tiempo que tanto presume de
libertades y tolerancia, conviene enfatizar que lo sigue siendo.
Unamuno describía así una situación análoga: “nada irrita
tanto al jacobino como el que alguien se le escape de sus casillas; acaba por
cobrar odio al que no se pliega a sus clasificaciones, diputándole de loco e
hipócrita”. Y Marañón apuntaba la posible solución: “cada ser humano será tanto
más útil a la sociedad de que forma parte cuanto más fuerte sea su
personalidad”. Y animaba a construirla, ya en la época de la juventud, sobre
moldes inmutables.
Esa corriente de opinión (expresión de “gelatinosas
ideologías débiles”, según Claudio Magris) que, sibilinamente y de manera
intransigente se apodera hoy de la sociedad, pretende crear un hombre nuevo (cuando
no hay nada nuevo bajo el sol), una nueva antropología que descuartiza la
anterior, la de raíz greco-cristiana, sin dejar miembro sano.
Todo lo altera, desde el embrión humano hasta la ancianidad,
pasando por la invención de nuevos sexos y la reducción del amor a la
sexualidad, la destrucción del concepto tradicional de matrimonio y de familia
o de maternidad y paternidad, la domesticación que sustituye a la educación, la
voluntad de las masas en lugar de la verdad, la obcecación por negar toda
trascendencia, la miopía ante el mundo espiritual, …, nada se salva. Un clima
de opinión caracterizado por el relativismo, el individualismo y la
desconfianza en el ser humano. Pero, sobre todo, por la ausencia de moralidad.
Nada es bueno o malo, nada hay inmutable. Se pierde así toda referencia, lo que
explica que “acaso nunca [como en este tiempo] hayamos estado tan desconcertados
respecto a ciertas cuestiones básicas” (M. Vargas Llosa)
Nada más cierto que “nuestra herencia no viene precedida por
ningún testamento” (Renè Char), que cada generación debe volver a esforzarse
por mantener lo que es bueno, bello y verdadero; así como extirpar lo que no
corresponde al ser humano. Pero, para hacerlo, no hay que pasarse al reverso.
Se necesita conservar las raíces que llevaron a decidir que hay algo que se
debe cambiar. Y en el reverso no se sustentan las raíces, quedan al aire, se
secan.
No hay que dar, pues, tantas vueltas, basta con un viaje de
diez metros. Y digo “Un viaje de diez metros” porque en esa novelita llevada al
cine es fácil entender lo que no quieren ver esos descuartizadores
(deconstructores): “Se debe cambiar con los tiempos, pero de una manera que
renueve su esencia, no que la abandone”; “debemos luchar por permanecer en
contacto con nuestro patrimonio, con quiénes somos, sobre todo en estos tiempos
modernos tan frenéticos, …. Cambiar, sí, pero del modo en el que los grandes
actores se transforman: agitando el exterior desde la esencia”.
De eso se trata, de agitar el exterior desde la esencia. Así
lo hacía nuestro maestro con los sistemas de numeración y así debe hacerlo
quien tenga inquietudes sociales. Permanecer en contacto con nuestro patrimonio
a pesar de los nuevos jacobinos.
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