Cada cierto tiempo vuelve el debate sobre la eutanasia, que
entendida como “buena muerte” parece libre de toda sospecha. Pero una cosa es
desear que la muerte, que irremediablemente llega a todo ser, sea buena (y podemos
suponer que hay una opinión común sobre eso de buena) y otra cosa es poder elegir
el momento en el que otro me ha de dar la muerte o, su recíproco, decidir el
momento en el que otro debe morir.
Porque la eutanasia, al fin y al cabo, es esto último; es
decir, procurar la muerte sin dolor (de aquí lo de buena) a quien sufre, bien a
petición de éste o bien por considerar que su vida carece de la calidad mínima
para que merezca el calificativo de digna. Se trata siempre de buscar la muerte
de otro, no la propia. O de cooperar a ello porque lo pide el que quiere morir.
Y aquí se abren algunas posibles cuestiones a considerar: ¿la
única “buena muerte” es la que no conlleva dolor?, ¿qué se entiende por calidad
de vida o vida digna?, ¿quién establece los parámetros de esa calidad?, ¿puede
la persona arrogarse el derecho de decidir su muerte?, ¿y la de otros?, ¿a quiénes
autorizar para lograr esa muerte?, ¿pueden ser éstos obligados en contra de su
voluntad?, … Preguntas que engordan un debate que acaba convirtiendo una
cuestión de origen ético en una práctica médica con tintes burocráticos.
Un debate cargado de relativismo si se tienen en cuenta los
tres motivos que, sobre todo, inspiran a aquellos que la promueven: la
compasión, la libre decisión (“derecho a la propia muerte”) y el desprenderse
de la carga de un tercero; aunque este último no suena bien en el diálogo
social y político (doctor Hans Thomas). Un debate para el que, en este breve
espacio, sólo quiero comentar algunos de sus posibles efectos sociales.
El profesor R. Spaemann escribe que si la eutanasia es un
derecho tanto para un enfermo como para un hombre muy anciano, entonces, tras
un determinado tiempo, este derecho se convierte en un deber moral, ya que el
que tiene un derecho se hace responsable de ejercerlo o no. Como consecuencia,
se siente responsable de todos los costes y fatigas que sus parientes y la
sociedad habrán de sufragar para cuidarlo. De donde se sigue una presión moral
por liberar a otros del propio peso y, por ende, la exigencia silenciosa de
pedir la muerte.
Pero la presión no es sólo interna, sino también externa, de
aquellos que no comprenden cómo teniendo el derecho a morir no lo ejerce,
anteponiendo su vida a las “fatigas y costes” de los otros (parientes, personal
sanitario y Hacienda). Y, es que, los defensores de la eutanasia conservan para
sí el derecho a juzgar cuándo una vida es digna de ser vivida y cuándo no. Y
esto sucede ya masivamente en Holanda donde aumentan los muertos sin
consentimiento por lo que la gente mayor prefiere cruzar la frontera de Alemania
para cualquier intervención quirúrgica o para incorporarse a residencias de
ancianos por no sentirse segura en las holandesas. Ya lo decía hace años el
cardiólogo holandés Richard Fenigsen: “mucha gente acepta que se deba negar el
tratamiento a personas con minusvalías serias, a personas mayores e incluso a
individuos sin familia”.
En una entrevista que R. Cohen-Almagor (Universidad de Hull,
UK), concedió al MercatorNet, argumentó su cambio de opinión respecto a la
eutanasia concluyendo que “la lección principal que hay que aprender de Bélgica
y Holanda es que no hay que legalizar la eutanasia”.
Según él, hay muchos casos de abusos. Abusos por parte de
los médicos. La no declaración de casi la mitad de los casos. No calificar como
eutanasia casos que sí lo son. Una sobreprotección de los médicos que la
practican. Presión sobre los pacientes muertos por eutanasia para que donen sus
órganos. Una zona gris en los cuidados al final de la vida entre los
tratamientos administrados para aliviar el dolor, y los tratamientos dirigidos
a acortar la vida. Falta de registros de las dosis de fármacos utilizados. Pacientes
que son eutanasiados sin su petición explícita. La intención de incluir a
nuevos grupos (cansados de vivir, niños, dementes)…
En fin, aprobar leyes para dar solución a
casos extremos (que es como se suele presentar la necesidad de legalizar la
eutanasia) lleva a trivializar la cuestión y, además, a aplicarla por motivos cada vez más nimios. Y
esto es bastante asombroso cuando hay vidas en juego.
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