Uno de los oficios más antiguos, y de
los más humildes, debe ser el de pastor. Entrañables historias del Antiguo
Testamento tienen su origen entre rebaños de ovejas. También el Nuevo
Testamento comienza con una historia de pastores. Un oficio mal visto en
aquella época, propio de gentuza e ignorantes. Y quizás sea por esto, por ser
un oficio para menesterosos, por lo que la Buena Noticia (el Evangelio) se dio
a conocer primeramente a ellos. Lo expresa muy bien Kierkegaard cuando dice que
lo que convierte el anuncio de los ángeles en propiamente un evangelio (una
buena noticia) es el “estar dirigido a los afligidos”. Porque los sanos, los
fuertes o los dichosos no necesitan de buenas noticias que cambien sus vidas.
Sólo los afligidos esperan una buena noticia. Pero, acaso, todo hombre o toda
mujer ¿no es a su modo un afligido?, ¿acaso no está necesitado de algo? Sólo el
autosuficiente no echa en falta nada, le sobra toda buena noticia, ¡hasta el
Evangelio le sobra!
Me he desviado de mi argumento, ya que esto
va de pastores. No es la primera vez. Hasta esta mañana pensaba escribir sobre el
“Humanismo pleno”. Fue después de un entierro cuando decidí cambiar de tema. Dijo
el sacerdote que el fallecido (Enrique) había comenzado trabajando de pastor. Y,
si sólo hubiera oído eso, ahora estaría escribiendo sobre el “Humanismo pleno”.
Pero sucedió que, antes del “id todos en paz”, una familiar leyó una “Oda al
padre” que sólo al finalizar la lectura supe que había sido escrita por el
propio fallecido. Y digo “al finalizar la lectura”, porque mientras escuchaba
creía saborear la oda de algún poeta clásico (Fray Luis de León, Garcilaso, …),
de algún literato famoso (Víctor Hugo, Manzoni, Tasso, Neruda,…) o de algún
filósofo influyente (Agustín, Tomás, …). Pero era de Enrique,
aquel que comenzó siendo pastor.
Cantar
(que eso es una oda) alabanzas al padre en un mundo que ha deconstruido la
figura paterna hasta hacerla prescindible supone una bocanada de aire fresco.
Remarcar sus cualidades en una sociedad habitada por padres desorientados, que
no saben cuál es su papel, es una necesidad.
Y,
es que, toda familia necesita al padre, que transmita al hijo que lo que de
verdad importa en la vida es un corazón sabio; que le enseñe lo que no sabe y
le corrija los errores que no ve (sin descorazonar); que le haga sentir un afecto profundo y discreto; que dé
testimonio de rigor y de firmeza aun cuando el hijo prefiera sólo complicidad y
protección. Un padre presente (no ausente) “cercano a su mujer -dirá el Papa
Francisco-, para compartir todo, (…) cercano a los hijos en su crecimiento:
cuando juegan y cuando se comprometen, cuando están despreocupados y cuando
están angustiados, cuando se expresan y cuando están taciturnos, cuando se
atreven y cuando tienen miedo, cuando se equivocan y cuando vuelven a encontrar
el camino”. Un padre al que el hijo pueda encontrar cuando vuelva fracasado. Un
padre que, como decía Enrique, enseñe a sus
hijos a cumplir con el deber.
Hasta hoy ese “fue pastor” lo he relacionado
con un gran matemático (Manuel) fallecido en 2013. Un hombre de fe profunda que
llegó a crear toda una escuela famosa a nivel internacional por ir a la
vanguardia del Análisis Funcional. Me deslumbraba su sencillez en medio de
tanta celebridad. A lo que sumaba que fuera un hombre que practicara su fe.
Desde hoy ese “fue pastor” implica dos
nombres. El de Manuel, por cuyo apellido son conocidos varios teoremas matemáticos.
Y el de Enrique, cuyo nombre no aparece en texto alguno, pero cuya “Oda al padre”
esconde la sabiduría de los siglos, el sabor que algunas ideologías pretenden
suprimir. Ambos, porque fueron fermento de la Buena Noticia con su quehacer
temporal, son ejemplos de ese “Humanismo pleno” del que ya otro día escribiré.
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