Así comienza la encíclica que san Juan Pablo II
escribió (30 de noviembre de 1980) sobre la misericordia divina. Son palabras
que san Pablo escribió a los efesios: “Dios, que es rico en misericordia …” (Ef
2, 4), y que en este año, que su santidad el papa Francisco ha proclamado Año
de la Misericordia, conviene recordar.
Evidentemente, ir a los
textos de los santos padres o al Diario de santa María Faustina Kowalska (La divina misericordia en mi alma), que
fue la gran Apóstol de la Divina Misericordia en nuestro tiempo, sería más
enriquecedor que leer este artículo. Pero escribo también para mí, pues esta es
la forma que tengo de conocer, vivir y recordar este especial atributo de Dios
que quiero, a la vez, compartir con otros corazones humanos que, como el mío, intentan
desvelar su auténtica vocación, su camino, en medio de un tiempo que por tan
intenso es difícil de abarcar y, más aún, de comprender. Quizás sea ya tarde
para mí, aunque “nuca es tarde”.
Claramente, el objetivo no
es meditar en abstracto el misterio de Dios Padre de la misericordia, sino
recurrir a esta misma misericordia. Contar con ella en nuestro quehacer
ordinario y, para ello, quizás debiéramos empezar por saber en qué consiste. Aunque,
quizás, lo más difícil sea saber cómo y cuándo aplicarla. Por ejemplo, en un
mundo tan legalista como el nuestro, resulta difícil aunar la justicia con la
misericordia. La justicia aparece como un obrar correcto, mientras que la
misericordia parece ser signo de debilidad. ¿Es realmente así?
Pero
hay más, si hasta aquí he dado por supuesto que la palabra misericordia resume
algo bueno, no hay que olvidar -observa san Juan Pablo II- los prejuicios que algunos tienen en torno a ella, pues la
perciben principalmente como “una relación de desigualdad entre el que la
ofrece y el que la recibe”. Por lo que están “dispuestos a deducir que la
misericordia difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre”. ¿Qué
decir ante esto?
Y, sin embargo, debe ser
algo bueno, porque “Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo recibe y
experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a usar misericordia con los demás: bienaventurados los misericordiosos, porque
ellos alcanzarán misericordia”. La Iglesia, por su parte, lleva tiempo insistiendo
en ello. Ya en épocas lejanas estableció las obras de misericordia, quizás para
ayudarnos a concretar a los más zotes. ¡Cuántas veces las hemos repetido de
carrerilla! Son catorce, siete espirituales y siete corporales,…, decíamos.
¿Perdonar al que nos ofende?, ¿sufrir con paciencia
los defectos del prójimo?, ¿visitar a los enfermos?, ¿dar de comer al
hambriento?, ¿dar posada al peregrino?, ¿vestir al desnudo?, ¿visitar a los
encarcelados?,…, son algunas de esas obras que la Iglesia recomienda y que de
continuo me interrogan. Obras para las que siempre encuentro excusas. Y de esta
manera me pierdo una bienaventuranza que -al decir de san Juan pablo II- es
particularmente elocuente, ya que “el hombre alcanza el amor misericordioso de
Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el
espíritu de tal amor hacia el prójimo”.
Me preguntó mi hijo qué era la misericordia. Le dije
que era compadecerse ante el dolor ajeno, comprender a los demás y hacer algo
por ellos. Llegué tarde. San Juan Pablo II ya había escrito: “El significado
verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la
mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico
o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio,
cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal
existentes en el mundo y en el hombre”.
Y entendí que, “aunque [esa mirada] sea la más
penetrante y compasiva”, la misericordia sólo es completa (se manifiesta)
cuando va acompañada de la acción o de la oración ante cualquier “forma de
mal”. Esto es, se revela siempre “como una prueba singularmente creadora del
amor” que “vence con el bien al mal”. Esta es la misericordia en el mundo:
crear amor ante cualquier problema o prueba. Y esto, en el mundo, conlleva
siempre tiempo y cabeza.
Pero, como no todo parece blanco o negro, ¿no es
verdad que hasta esa mirada “penetrante y compasiva” se difumina por la duda?
Que si “esos pobres son una mafia”, que si “lo que no quieren es trabajar”, que
si “ellos hicieron lo mismo”, que “si van a quedarse con el dinero que
aportamos”, que si “al enemigo ni agua”, que si “el que la hace la paga”, que
si “es la única manera de progresar”, que si “quieren tener al instante los derechos
que nosotros conseguimos con el esfuerzo de muchos años”, que si “antes debo
pensar en los míos”, que si “no se adaptan”, que si “hay algunas de esas obras
de misericordia que ya no se pueden practicar en nuestro tiempo”, que si, que
si, que si, ( …).
Cuando éramos niños todo parecía más sencillo, nos
enseñaron a tener esa mirada “penetrante y compasiva” con los pobres, enfermos
y demás necesitados. Todo parecía blanco o negro. Ahora, en cambio,
distinguimos entre pobres y pobres, entre enfermos y enfermos, entre
necesitados y necesitados, o lo que es lo mismo, no sabemos ver quién es pobre,
quién enfermo o quién es necesitado. Todo es gris y la monotonía del espectro
nos paraliza. Pero no quiero indagar en las causas de este oscurecimiento (que
algunos confunden con un maduro discernimiento), sino averiguar qué se perdió
en el camino y, por eso, deseo considerar de nuevo aquellas enseñanzas
recibidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario