domingo, 8 de mayo de 2016

Salir fuera

En matemáticas se dice que para resolver un problema hay que salir del planteamiento concreto del mismo. Mirar desde fuera. Salir, como en esas escenas cinematográficas en las que el personaje central parece abandonar su propio cuerpo para contemplar la representación que él mismo está protagonizando. Es al salir fuera de uno (que es el problema) cuando se es capaz de comprender algo nuevo (la solución o el camino para encontrarla). Pero, claro, para poder salir tiene que haber algo fuera, que en el caso de las matemáticas es el conocimiento y el bagaje matemático que uno tiene.
Tengo para mí que en la vida sucede algo análogo. Y si, como decía el profesor Leonardo Polo, el hombre es un solucionador de problemas, esta analogía se hace bastante precisa. Hay problemas en la vida, esos de los que decimos que sólo nos pasan a nosotros o ya quisiera ver yo quien lo pasara o no se lo deseo a nadie, que están pidiendo a gritos que salgamos fuera. Y lo mismo puede decirse de otros tantos problemas sociales. Unos y otros proclaman la necesidad de salir fuera. A la vez que encuentran la misma dificultad: ¿a dónde?, ¿existe eso que usted llama “fuera”? o ¿existe algo fuera de este mundo?
Una frase de la madre de Luigi Giussani permite dar respuesta a lo anterior sin necesidad de diatribas filosóficas. Su exclamación en una mañana de Pascua: “¡Qué bello es el mundo y qué grande es Dios!”. Su primera parte (¡qué bello es el mundo!) resume todo aquello a lo que se llega mediante la libertad humana, incluido -como diría Guardini- el sentido de lo religioso y su misma experiencia. Aquello que, desde la cima del Everest, hizo exclamar a Mallory: “la solución está en los cielos”. Todo aquello que es en el mundo que nos movemos y que, por tanto, no supone salir fuera. Su segunda parte, en cambio, se refiere a la libertad de Dios que penetra en la historia y a la respuesta libre que da el hombre ante este hecho. Y esta relación entre el mandato de la revelación (Dios hecho hombre) y la obediencia de la fe es el “único acto de auténtica trascendencia respecto al mundo”. Esto sí que es salir fuera, porque un mandato así no puede darse nunca a partir del mundo.
En conversación amistosa con alguien abrumado por un motivo concreto, tuve que decirle que estaba limitado por su falta de trascendencia. Lo mismo que sucede a otros tantos para los que sólo existe lo que pueden tocar o razonar. Pero lo real es más grande, mucho más, que la medida que le adjudica la razón. Como decía Newman, el mundo real abarca lo temporal y lo eterno, pero todavía queda lo que él llamaba irreal. Basta un chispazo de la sabiduría divina, sólo uno, para encontrar solución a lo que son “problemas temporales”
 En un mundo que habla tanto de abrir la mente, se echa de menos abrirse a la luz del amor divino. Al pensar en los jóvenes a los que por decreto se les va a mantener en la ignorancia de toda trascendencia y, más en concreto, en el desconocimiento de la revelación que heredaron sus padres, surge espontánea otra exclamación: “¡no tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo, no le temáis!”. Del mismo Juan Pablo II que afirmaba que “el hombre no se conoce a sí mismo”. Porque si se conociera sabría que la participación en la vida divina es un don que no tiene límites pues estamos hechos para amar, creados para el Amor que es siempre un salir fuera.
Curiosamente, al considerar esta trascendencia y, más en concreto, la revelación, es cuando descubrimos el desconocimiento que tenemos de nuestra propia naturaleza. Pues si la naturaleza humana es tal que Dios la adoptó para encarnarse, si él  mismo cupo en ella, ¿de qué infinitas posibilidades podemos llegar a hablar?

Desde luego que salir fuera no es consejo baladí. 

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