El 16 de julio de 1610 fue nombrado Primario Matematico dello Studio de Pisa e
primario Matematico e Filosofo del Granducca di Toscana, con el privilegio
de no dar clases y dedicarse a la investigación. En el fondo, como escribe S.
Drake, era un florentino hasta la médula, allí había nacido (Pisa, 1564) y a
sus 47 años cumplidos volvía a su Universidad.
La noticia causó gran
consternación entre los paduanos y nunca perdonarán su marcha. No obstante, dejó
amigos, como fray Paolo Serpi (teólogo oficial de la República de Venecia),
Antonio Querengo (poeta en lengua latina), G. Sagredo (que perfeccionó el
termómetro a partir de las ideas de Galileo), Santone Santorio (que contribuyó
a la medicina experimental partiendo de estudios de Galileo) y Benedetto
Castelli, monje benedictino y alumno que le seguirá a Pisa en 1613 como
profesor de matemáticas.
En Padua había cosechado
grandes éxitos. Acudían tantos estudiantes a sus lecciones -comenta
Brandmuller- que tuvo que trasladar sus clases a un aula mayor con capacidad
para un millar de personas (ríanse ustedes de la preocupación actual por el
tamaño de las aulas y la ratio) o, bien, impartirlas al aire libre. Inventó el
compás geométrico y militar, reunió sus teoremas sobre el movimiento, descubrió
que la velocidad de caída era proporcional al cuadrado de la distancia y que la
trayectoria del movimiento de un proyectil era parabólica, (…) E insisto en
ello, estimado lector, para que quede clara la fama que ya tenía Galileo como físico
antes de publicar el Siderius y, por
supuesto, antes de volver a Florencia.
Llegó el 12 de septiembre. Y
ya en Florencia, su Siderius recibió
el apoyo de los astrónomos jesuitas de Roma y hasta del padre Clavius, profesor
de matemáticas, que introdujo -junto a Magini- el punto en la expresión decimal
de un número, y reputado astrónomo, componente de la comisión encargada de la
reforma gregoriana del calendario. Galileo le había conocido en su primer viaje
a Roma (1587) y el 17 de diciembre iniciaron un fecundo intercambio de
correspondencia. Así acabará un año que acrecentó su figura y en el que hizo
público, por fin, su apoyo al heliocentrismo de Copérnico.
Pero 1610 tuvo también su
espina. Fue a finales de año, cuando el filósofo Ludovico delle Colombe
(profesor en Pisa) invocó las Sagradas Escrituras como argumento contra el
movimiento de la Tierra, a la vez que metía cizaña contra Galileo. Estaba
resentido contra nuestro protagonista a causa de la crítica de este a una
publicación suya de 1606 referente a la supernova de 1604.
Y fue de esta forma,
consciente o inconscientemente, como se abrió el debate a los teólogos. Un
debate que dará pie al conflicto por el que Galileo será recordado entre la
mayoría de los mortales. Todavía habrá que esperar a 1633 para el desenlace
definitivo, pero lo que acontezca en 1616 será determinante.
Ante cualquier provocación hay siempre dos
opciones, las mismas que tenía Galileo: hacer oídos sordos o responder. ¿Por
cuál optaría Galileo? No hay que ser un lince para adivinar que optó por la
segunda. Ahora bien, para su respuesta podía elegir, a su vez, entre dos tipos
de argumentos: los físicos o los teológicos. Y, ¡cómo no!, Galileo eligió los
teológicos. Si con aquella provocación Colombe pretendía llevarle a ese
terreno, entonces podemos afirmar que nuestro protagonista había caído en la
trampa.
Porque si Galileo se hubiera
mantenido en el campo científico, donde era una autoridad, todo hubiera quedado
en una discusión entre escuelas, una más; pero hacerlo en el campo teológico
suponía una intromisión inaceptable para los teólogos profesionales. Más aún
cuando la discusión iba a girar en torno a la interpretación de las Sagradas
Escrituras que, como se sabe, era una de las cuestiones que separaba a los cristianos
protestantes de los católicos. Lutero había proclamado la libre interpretación
de las escrituras, cada cual las interprete a su modo. Mientras que, el
Concilio de Trento (1545-1563), en su sesión del 8 de abril de 1546, había
dejado claro que la interpretación de la Escritura debía estar guiada por la
autoridad del magisterio de la Iglesia.
Son
tiempos convulsos, de desunión en la cristiandad. Pronto comenzará la Guerra de
los Treinta Años (1618-1648) con luchas fratricidas entre protestantes y
cristianos, donde cada bando busca y castiga la herejía. Por eso he dicho que
era una trampa, que Galileo se iba a meter en la boca del lobo. El Concilio
había recibido su aprobación general con la Bula “Benedictus Deus” de Pío IV casi
dos semanas después del nacimiento de Galileo y la sensibilidad con respecto a
esta materia estaba a flor de piel. No era el mejor momento para dar lecciones
a los teólogos.
No
obstante, no se precipitó. Tenía otras prioridades, acababa de descubrir las
fases de Venus, lo que implicaba que Venus no giraba en torno a la Tierra sino
alrededor del Sol, y buscó reconocimiento en Roma que en aquel tiempo no sólo
ostentaba la primacía del mundo católico, sino también la del saber científico,
artístico y cultural.
Llegó a Roma el 29 de marzo de
1611, Jueves Santo. Se alojó en la residencia del embajador toscano y fue
recibido en la “Accademia dei Lincei” (la primera academia científica de la
historia) como su sexto miembro; por el Colegio Cardenalicio (ya había enviado
un telescopio a algunos cardenales) donde, aunque no todos compartían su
copernicanismo, le esperaban entusiasmados; por los jesuitas del “Collegio
Romano”, quienes reconocieron que después del descubrimiento de las fases de
Venus era ya insostenible el sistema tolemaico y, como guinda, fue recibido por
el Papa Paulo V quien, rompiendo el protocolo, no permitió que le hablara
arrodillado.
Galileo
estaba exultante, con entusiasmo exponía a todos sus ideas copernicanas, hasta
el punto de que le aconsejaron ser más cauteloso. Le matizaban que lo que había
demostrado era que, al menos, Venus giraba en torno al Sol, pero nada más. Pasó
buenos ratos conversando con Clavius o en sesiones prácticas con el telescopio
en las que mostraba sus hallazgos a numerosos invitados. Platicó con el cardenal
jesuita Roberto Belarmino (consultor del Santo Oficio) ante quien le
aconsejaron que tuviera máxima prudencia. Antes de su visita a Roma, el
cardenal ya se había interesado por Galileo inquiriendo el 17 de febrero (no
consta la tan citada consulta del 17 de mayo) por su relación con el profesor
Cremonini, recientemente investigado por la Inquisición. Belarmino también consultó
(19 de abril) a los jesuitas Clavius, Grienberger, Van Maelcote y Lembo, sobre el
fundamento de las proposiciones de Galileo, quienes confirmaron cinco días
después, con mínimas diferencias, las tesis de Galileo.
Abandonará Roma el 4 de
julio. Fueron tres meses triunfales tal como muestran las palabras que el
cardenal Del Monte escribe (31 de mayo) al duque de Toscana: “Si estuviéramos
todavía en tiempos de la antigua Roma se le habría erigido una estatua en el
Capitolio como reconocimiento a sus méritos”. Pero nuevas polémicas le esperaban
en Florencia. (Continuará)
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