A principios del siglo XIV, Ockham
(el filósofo de la navaja) se propuso convencer al Papa (conocerá a tres) de
que debía ocuparse más de su grey y menos de las cuestiones temporales. Buscaba
la lógica separación del poder espiritual y el temporal, de la Iglesia y del
Imperio. Ahora, siete siglos después, esta solicitud resulta evidente, como
evidente es que el Papa de hoy es un guía espiritual, un pastor de almas que no
quiere que ninguna (¡ni una!) se pierda.
Pero la tentación de imponer
las propias ideas por la fuerza no ha perdido actualidad. Aunque solo sea con
la fuerza de una Ley hecha a la medida de esas ideas. Una ley a resultas de los
que más gritan, de los que agitan la calle (antes, ley del más fuerte), de los
lobbies con medios económicos suficientes para crear opinión, es hoy el método
empleado para dominar. El que emplea la ideología de género: con multas, como
en el caso de la presidenta Cristina Cifuentes contra el director de un Colegio
de Madrid que se atrevió a denunciar tal ideología, o con petición de cárcel (o
la condena al ostracismo) para aquellos personajes públicos que no las
comparten.
Porque hoy ya no se entiende
que discrepar no es discriminar. Parece que sólo los de una orilla están
legitimados no sólo para expresarse y criticar, sino también para ofender. Para
los de la otra, bastará que se atrevan a expresarse para condenarlos al trullo.
Y luego defenderán la libertad de expresión de Hebdo, cuando no lo hacen con el
que está al lado.
El conocido caso de unos
pasteleros cristianos de Belfast, acusados por discriminación a pagar una multa
de 500 libras por negarse a aceptar el encargo de una tarta con el lema “Apoya
el matrimonio gay” ya que no estaban de acuerdo con ello, hace preguntarnos: “¿se
puede obligar a un impresor musulmán a publicar caricaturas de Mahoma?, ¿se
puede obligar a uno judío a que imprima un libro que niegue el Holocausto?, o
¿se puede obligar a un pastelero gay a que decore sus tartas con eslóganes
homófobos?” Entonces …
Se ha pasado de la postura
lógica de no imponer las creencias espirituales de una mayoría a imponer, con
revanchismo y odio, las creencias (aunque no sean espirituales, son creencias)
de una minoría. “Ahora, yo impongo”, parece que dicen. Primeramente, impongo la
destrucción de todo lo anterior (deconstrucción, en su lenguaje). Después,
impongo mi opinión por medio de la coacción so capa de Ley. En tercer lugar,
desarrollo mis ideas con proyectos educativos en la escuela. Y así, algunas
ideologías (como la de género), que tratan de imponerse como un pensamiento
único, acaban determinando incluso la educación de los niños.
He dicho “creencias”, porque
detrás de la ideología de género (la más agresiva so capa de Ley con el que
discrepa) no hay ciencia, sino creencia. Sorprende que en un tiempo en el que
el progreso se daba al ritmo de la ciencia o, más bien, de apariencia de
ciencia, en el que las ideas se revestían de ella para ser admitidas (véase la
teoría del superhombre y el nazismo, la teoría de la lucha de clases y el
marxismo, tan catastróficas ambas para la humanidad), sorprende -digo- que esta
nueva ideología (la de género) no haya encontrado sustrato científico, más bien
al contrario. Quizás por ello, como escribió Camila Paglia (mujer que defiende
una total libertad de expresión sexual): “Hoy está censurada la discusión sobre
las causas de distintos asuntos de género. (…). Incluso plantear la cuestión
del origen de la homosexualidad se considera un signo de homofobia (..) Estoy
esperando que algunos jóvenes gais valientes protesten contra esta censura”
(web británica Spiked, 15.4.2016).
Pero he de acabar,
volvamos a Ockham, a aquel fraile franciscano que sufría ante la incongruencia
del Papado. Se ha afirmado miles de veces el valor de la diferencia. Qué
incongruencia pues imponer las propias ideas. Que las de unos y otros no les
lleven a un cuadrilátero sangriento, que sepan ver la grandeza del otro, que
respeten su libertad, que no obliguen a nadie a quemar incienso al César,
cualquier César.
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