domingo, 19 de febrero de 2017

Galileo, 1616 (III)

Dijimos que Galileo regresó triunfante de Roma, pero no sólo por el entusiasmo que vio reflejado a su alrededor sino también porque había aprovechado el tiempo desde el punto de vista científico. En efecto, durante aquellos tres meses logró calcular los periodos de los satélites de Júpiter, un cálculo que Kepler consideraba imposible y que debió de contribuir a aumentar la admiración que ya sentía por Galileo.
No creo estar equivocado si digo que, pasada la febril excitación producida por el éxito y en medio del sosiego posterior, Galileo repasó mentalmente aquellos encuentros para tropezarse con esas miradas cruzadas que dicen más que mil palabras, con esos silencios provocados a raíz de algunas de sus afirmaciones o con aquellas palabras a las que no quiso dar, en aquel instante, ninguna importancia. Camino de Florencia, debió de evaluar todo ello.
El ruego insistente de que se limitara a hablar del copernicanismo como hipótesis. El empeño en recordarle que, aunque sus descubrimientos herían de muerte el sistema ptolemaico, todavía quedaba una tercera vía, la de Tycho Brahe, que salvaba la afirmación tradicional de que el Sol giraba en torno a la Tierra independientemente de que otros planetas lo hicieran alrededor de aquel. Las palabras que el vicario general de Padua, Paulo Gualdo, le escribía en su carta del 6 de mayo (estando todavía en Roma): “No sé de ningún filósofo ni de ningún astrólogo que sustente la opinión de que la Tierra gira. Y mucho menos lo harán los teólogos. Por eso piénselo usted bien antes de defender y publicar tal doctrina como verdadera. Infinidad de cuestiones pueden ponerse a la libre discusión de los hombres, pero lo que no resulta aconsejable es presentarlas como verdaderas con una seguridad absoluta; sobre todo si se tiene enfrente una opinión pública que viene pensando lo contrario desde que el mundo es mundo”. Sin olvidar al cardenal Bellarmino, interesado a la vez tanto por sus teorías como por sus antecedentes ante el Santo Oficio. En estas cosas pensaba Galileo a su regreso a Florencia.
Era el mes de junio de 1611 cuando, recién llegado a Florencia, se iniciaba en casa de su amigo Salviati (retengan el nombre) una nueva controversia. Trataba en esta ocasión sobre los cuerpos flotantes. Vicenzio di Grazia, profesor de filosofía en Pisa, siguiendo la doctrina aristotélica defendía que la forma de los cuerpos es lo que determina su flotación. Galileo, en cambio, hablaba de densidad y peso específico. Tres días después de iniciada la disputa, un viejo conocido nuestro, Ludovico delle Colombe, intervenía en el debate objetando a Galileo que las astillas de ébano flotaban y no así las bolas del mismo material. La respuesta correcta tiene que ver con el concepto de tensión superficial que aún no era conocido. Galileo responderá por medio de una publicación a la que más adelante nos referiremos.
La polémica llegó a oídos de Cosme II quien, para no dar ocasión de descrédito, decidió zanjarla de inmediato con un debate informal celebrado en su corte después del almuerzo. Tuvo lugar en septiembre. Su adversario era el peripatético Papazzoni, joven profesor de filosofía en Pisa. Entre los invitados estaban el cardenal Maffeo Barberini (admirador de Galileo y futuro Urbano VIII, no lo olviden) y el cardenal Gonzaga (aristotélico, quien poco después dejaría la púrpura para beneficiarse un Ducado). Como supondrá el lector, Galileo salió victorioso.
Otra muesca para su contabilidad. Y, realmente era eso. Los debates -escribirá Biagioli- implicaban progreso social y científico: estatus y credibilidad. Toda victoria agrandaba el prestigio propio y abría la posibilidad de traducirse en monedas o en invitaciones para otros almuerzos. Porque, como escribe Pardo Tomás, por encima o por debajo de la controversia, por agria que ésta pudiera llegar a ser, subsistía el deseo de ocupar un espacio cada vez más visible en la palestra pública.
Conviene observar que pocos matemáticos fueron invitados a estos debates o tertulias. En la Universidad de entonces el prestigio lo tenían los profesores de medicina, de leyes, de filosofía o de teología. A éstos era a los que se les invitaba. Las matemáticas y la astronomía estaban encuadradas en la facultad de artes y su profesorado era el peor pagado. Galileo era invitado a estas tertulias en calidad de filósofo, no como matemático.
No es descabellado pensar que, en medio de estas tertulias o entre los pasillos y rincones del lugar de debate, Galileo aprovechara la ocasión para defender una vez más la veracidad de la teoría copernicana, aún a falta de una prueba sólida. Incluso que se atreviera a tranquilizar a sus amistades afirmando que ésta no contradecía las Sagradas Escrituras: “como venía a decr mi amigo el cardenal Baronius (fallecido en 1607), la misión de las escrituras no es enseñarnos cómo es el cielo, sino mostrarnos cómo llegar al Cielo”.
Esto es, en la intimidad hablaría con libertad de lo humano y de lo divino sin reparar que entre sus oyentes no todos eran tan amigos o que alguno de ellos, sin maldad alguna, pudiera difundir sus palabras: “Galileo ha dicho…” Palabras que en forma de rumor llegaban a Roma, tal como le advierte desde allí su amigo Cigoli (Ludovico Cardi, pintor de éxito y amigo de toda la vida con quien estudió matemáticas), a la vez que le previene de sus detractores y rivales. Era ya diciembre, cuando Cigoli le escribe.

Este año de 1611 acabará con la carta de Galileo al cardenal Conti, antiguo alumno suyo. Le escribe porque se ha percatado del peligro que supone el ataque de Ludovico delle Colombe, con toda su batería de citas sobre las Sagradas Escrituras, y porque conoce que se va formando una oposición en su entorno a raíz de sus afirmaciones sobre las posibles consecuencias de sus descubrimientos. Como comenta Brandmuller, no se conserva ésta carta, pero sí la contestación del cardenal de la que se infiere que la pregunta era: “¿está de acuerdo con la Sagrada Escritura la doctrina aristotélica sobre el universo?”. (Continuará).

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