Dijimos que Galileo regresó
triunfante de Roma, pero no sólo por el entusiasmo que vio reflejado a su
alrededor sino también porque había aprovechado el tiempo desde el punto de
vista científico. En efecto, durante aquellos tres meses logró calcular los
periodos de los satélites de Júpiter, un cálculo que Kepler consideraba
imposible y que debió de contribuir a aumentar la admiración que ya sentía por Galileo.
No creo estar equivocado si
digo que, pasada la febril excitación producida por el éxito y en medio del
sosiego posterior, Galileo repasó mentalmente aquellos encuentros para
tropezarse con esas miradas cruzadas que dicen más que mil palabras, con esos
silencios provocados a raíz de algunas de sus afirmaciones o con aquellas palabras
a las que no quiso dar, en aquel instante, ninguna importancia. Camino de
Florencia, debió de evaluar todo ello.
El ruego insistente de que se
limitara a hablar del copernicanismo como hipótesis. El empeño en recordarle que,
aunque sus descubrimientos herían de muerte el sistema ptolemaico, todavía quedaba
una tercera vía, la de Tycho Brahe, que salvaba la afirmación tradicional de
que el Sol giraba en torno a la Tierra independientemente de que otros planetas
lo hicieran alrededor de aquel. Las palabras que el vicario general de Padua,
Paulo Gualdo, le escribía en su carta del 6 de mayo (estando todavía en Roma): “No sé de ningún filósofo ni de ningún
astrólogo que sustente la opinión de que la Tierra gira. Y mucho menos lo harán
los teólogos. Por eso piénselo usted bien antes de defender y publicar tal
doctrina como verdadera. Infinidad de cuestiones pueden ponerse a la libre
discusión de los hombres, pero lo que no resulta aconsejable es presentarlas
como verdaderas con una seguridad absoluta; sobre todo si se tiene enfrente una
opinión pública que viene pensando lo contrario desde que el mundo es mundo”.
Sin olvidar al cardenal Bellarmino, interesado a la vez tanto por sus teorías
como por sus antecedentes ante el Santo Oficio. En estas cosas pensaba Galileo
a su regreso a Florencia.
Era el mes de junio de 1611
cuando, recién llegado a Florencia, se iniciaba en casa de su amigo Salviati
(retengan el nombre) una nueva controversia. Trataba en esta ocasión sobre los
cuerpos flotantes. Vicenzio di Grazia, profesor de filosofía en Pisa, siguiendo
la doctrina aristotélica defendía que la forma de los cuerpos es lo que
determina su flotación. Galileo, en cambio, hablaba de densidad y peso
específico. Tres días después de iniciada la disputa, un viejo conocido
nuestro, Ludovico delle Colombe, intervenía en el debate objetando a Galileo
que las astillas de ébano flotaban y no así las bolas del mismo material. La
respuesta correcta tiene que ver con el concepto de tensión superficial que aún
no era conocido. Galileo responderá por medio de una publicación a la que más
adelante nos referiremos.
La polémica llegó a oídos de
Cosme II quien, para no dar ocasión de descrédito, decidió zanjarla de
inmediato con un debate informal celebrado en su corte después del almuerzo. Tuvo
lugar en septiembre. Su adversario era el peripatético Papazzoni, joven
profesor de filosofía en Pisa. Entre los invitados estaban el cardenal Maffeo
Barberini (admirador de Galileo y futuro Urbano VIII, no lo olviden) y el
cardenal Gonzaga (aristotélico, quien poco después dejaría la púrpura para
beneficiarse un Ducado). Como supondrá el lector, Galileo salió victorioso.
Otra muesca para su
contabilidad. Y, realmente era eso. Los debates -escribirá Biagioli- implicaban
progreso social y científico: estatus y credibilidad. Toda victoria agrandaba el
prestigio propio y abría la posibilidad de traducirse en monedas o en
invitaciones para otros almuerzos. Porque, como escribe Pardo Tomás, por encima
o por debajo de la controversia, por agria que ésta pudiera llegar a ser,
subsistía el deseo de ocupar un espacio cada vez más visible en la palestra
pública.
Conviene observar que pocos
matemáticos fueron invitados a estos debates o tertulias. En la Universidad de
entonces el prestigio lo tenían los profesores de medicina, de leyes, de filosofía
o de teología. A éstos era a los que se les invitaba. Las matemáticas y la
astronomía estaban encuadradas en la facultad de artes y su profesorado era el
peor pagado. Galileo era invitado a estas tertulias en calidad de filósofo, no como
matemático.
No es descabellado pensar que,
en medio de estas tertulias o entre los pasillos y rincones del lugar de
debate, Galileo aprovechara la ocasión para defender una vez más la veracidad
de la teoría copernicana, aún a falta de una prueba sólida. Incluso que se
atreviera a tranquilizar a sus amistades afirmando que ésta no contradecía las
Sagradas Escrituras: “como venía a decr mi amigo el cardenal Baronius
(fallecido en 1607), la misión de las escrituras no es enseñarnos cómo es el
cielo, sino mostrarnos cómo llegar al Cielo”.
Esto es, en la intimidad
hablaría con libertad de lo humano y de lo divino sin reparar que entre sus
oyentes no todos eran tan amigos o que alguno de ellos, sin maldad alguna, pudiera
difundir sus palabras: “Galileo ha dicho…” Palabras que en forma de rumor llegaban
a Roma, tal como le advierte desde allí su amigo Cigoli (Ludovico Cardi, pintor
de éxito y amigo de toda la vida con quien estudió matemáticas), a la vez que le
previene de sus detractores y rivales. Era ya diciembre, cuando Cigoli le
escribe.
Este año de 1611 acabará con
la carta de Galileo al cardenal Conti, antiguo alumno suyo. Le escribe porque
se ha percatado del peligro que supone el ataque de Ludovico delle Colombe, con
toda su batería de citas sobre las Sagradas Escrituras, y porque conoce que se
va formando una oposición en su entorno a raíz de sus afirmaciones sobre las
posibles consecuencias de sus descubrimientos. Como comenta Brandmuller, no se
conserva ésta carta, pero sí la contestación del cardenal de la que se infiere
que la pregunta era: “¿está de acuerdo con la Sagrada Escritura la doctrina
aristotélica sobre el universo?”. (Continuará).
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