Pasea Galileo por los jardines de Villa delle
Selve, la casa de su amigo Salviati, el banquero. No tiene residencia fija. Y
hasta finales de 1613 estará en continua itinerancia. Ahora en la Selve, después
en Villa di Marigniolle. Se lo permite su nueva situación profesional. Ya han
pasado aquellos años de docencia que incluía clases particulares para ganarse
un sobresueldo. Ha hecho grandes esfuerzos para sacar adelante a su familia (su
amante Marina Gamba -a la que dejó en Padua- y sus tres hijos: Virginia, Lidia
y Vizencio), así como para pagar las dotes de sus hermanas (especialmente de la
menor, Lidia) y el traslado de su hermano Michelangelo a Polonia.
Pero ahora, en Florencia, con
una paga mejorada, dedica su tiempo a la investigación, la correspondencia y el
debate. Dueño de su tiempo, ni siquiera reside en la corte, sólo está obligado (“siempre
que os llamemos”) cuando es requerido por el Gran Duque que, conocedor de su
carácter impulsivo, le ha encargado poner por escrito su teoría hidrostática. Sabe
que las palabras de un debate se las lleva el viento, mientras que lo escrito
queda para siempre. La seriedad de un tratado es el contrapeso del orador
convincente, que eso era también Galileo.
Comienza el año 1612 con la
desaparición de una figura cuya presencia y consejo hubiera podido alterar el
desenlace de nuestra historia. El 6 de febrero muere a los 73 años el jesuita
alemán Christoforo Clavius (ya citado) con cuyo nombre se registra uno de los
cráteres más grandes de la Luna. Iniciador de la tradición científica
jesuítica, ocupó la cátedra de Matemáticas del “Collegio Romano” desde 1567 e
introdujo las matemáticas en su plan de estudios.
Como vimos, desde 1587 Galileo
había tomado a Clavius como referencia científica, su “referee”. Enojado por la
falta de conocimientos matemáticos de sus adversarios, Clavius era su aliado
perfecto, podía entender lo que para otros era imposible. Además, ganar la
aprobación de Clavius era asegurarse el apoyo de sus pupilos. Por su parte,
Clavius había apoyado a Galileo “casi” desde el principio y hasta le había
quitado de encima a algunos moscones. Cosa distinta era que Clavius antepusiera
el sistema de Tycho Brahe (al que consideraba el nuevo Ptolomeo) al de
Copérnico. Por otro lado, Galileo, que era un católico ferviente -nunca nadie
le echó en cara que no lo fuera, ni siquiera después de 1633-, se sentía
confiado cada vez que trataba con Clavius sobre las posibles consecuencias de
sus descubrimientos. No resultando extraño suponer que, en diversos momentos,
los consejos de este hubieran frenado el ímpetu de nuestro protagonista.
En Villa delle Selve, mientras
se recupera de una leve enfermedad, Galileo escribe su tratado sobre
hidrostática. Publica una primera edición en mayo y una segunda en diciembre
con tal éxito que se agotan las dos ediciones. Como señala Drake, apoyado en el
principio de Arquímedes y en otros dos extraídos de su mecánica, explica por
vez primera porqué un pesado madero puede flotar en poca agua. Es un tratado
repleto de variados y atractivos experimentos que rebaten la objeción de delle
Colombe. En un tiempo en el que se debate sobre la posibilidad de que la física
deje de ser aristotélica, se especula si el hecho de haberlo escrito en
italiano responde al interés de desvincularse de los aristotélicos o, más bien,
de llegar a un público más amplio. Sin descartar el deseo de hacerlo accesible
a los estudiantes, de la misma manera que lo hiciera Juan de Herrera cuando en
1584 solicitaba al embajador español en Venecia: “Si el Copérnico se hubiera
traducido en vulgar, se me envíe uno”. Evidentemente
los aristotélicos publicaron réplicas al tratado. Y Galileo pasó tiempo
estudiándolas, sólo descansó cuando su discípulo Castelli decidió escribir la
contra-réplica. Este año de 1612 iba a ser intenso.
Se ha hablado mucho sobre la
nueva ciencia que surge con Galileo, pero eso es una visión que se tiene a
posteriori. En aquel momento no se tiene conciencia de ello. Se está
“inventando” la ciencia tal como hoy la conocemos, pero no se siente la necesidad
de definir lo que la ciencia es. En la acción de los que la inician se da un
cambio de paradigmas, pero sólo al final se sabrá que construyeron toda una
Catedral.
Ya desde el siglo XIV, con
Buridán y Oresme, se pone en duda la física que se conforma con los argumentos
de autoridad de Aristóteles y son muchos los que procuran que sus afirmaciones estén
corroboradas por los experimentos. A la vez, las matemáticas dejan de ser una
cuestión abstracta, casi platónica, para pasar a ser un instrumento de la nueva
física. “Los errores -escribe
Galileo- no residen, pues, ni en la
abstracción ni en la concreción …, sino en el hecho de que el contable no sepa
hacer bien las cuentas”. Y esta es la objeción principal de Galileo a los
que no le entendían: el bloqueo principal está en su desconocimiento de las
matemáticas. Lo mismo en la física que en la astronomía. Era ésta ya una
opinión que se hacía común. La afirmación del español García Céspedes, que
aparece en su obra Regimiento de
navegación (1606), resume muy bien el sentir de Galileo: “en las cosas físicas, el que quiera porfiar
siempre halla un deslizado por donde se huir; por lo que nos acogeremos a los
argumentos matemáticos, en donde han de confirmar la verdad, sin tener réplica
alguna”.
Pero la cabeza de Galileo
estaba también en otras cosas. El 7 de julio recibe la respuesta del cardenal
Carlo Conti (Prefecto de la Congregación del Índice) a la pregunta con la que
cerramos el anterior artículo. En ella expone que el Universo no es -como
enseñaba Aristóteles- imperecedero. En cuanto al movimiento de traslación de la
Tierra, agrega que no contradice la Biblia y cita la argumentación del jesuita
Ioannis Lorini en su Commentarii in
Ecclesiasten (1606, Eclesiastés 1, 4). Sin embargo, respecto al movimiento
de rotación, censura al agustino español Diego Zúñiga (1536-1600) por sostener
que está más acorde con la Biblia (In Job
commentaria, 1584). Entre líneas, apela a la prudencia siempre que haya que
interpretar la Biblia recordando que el escritor sagrado se servía del lenguaje
vulgar de su tiempo, a la vez que recomienda no hacer interpretaciones si no es
necesario. Sobre esto de no buscar interpretaciones parece que Galileo no le va
a hacer caso. (Continuará)
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