Cuando san Juan Pablo II se propone
acercarnos a las enseñanzas de Jesús sobre la misericordia, trae a mano la
parábola de “El hijo pródigo” (Lc 15,11).
Es una de las
primeras parábolas que conocimos de niños, porque a los niños de antes nos
enseñaban a “ser buenos” mediante este tipo de historias. Así empezamos a
conocer el Evangelio, éramos evangelizados. Y, por muchas vueltas que haya
experimentado nuestra vida, el contenido de esta parábola resulta difícil de olvidar.
Sé ahora que habla del gran amor del Padre y de la alegría de pedir perdón y
ser perdonado. Pero entonces sólo me fijaba en el hijo. Aprendía como hijo que
la propuesta de vida del padre siempre es mejor que la propia. Que hay un tipo
de vida que no conviene elegir.
Contemplémosla
ahora a la luz de las palabras de san Juan Pablo II. Ya he dicho que la supongo
conocida. Por tanto, vamos a situarnos en dos de sus momentos. En el primero,
el hijo apacienta puercos y, en el segundo, hijo y padre se encuentran.
El hijo había
recibido de su padre dos cosas: la herencia que le correspondía y la dignidad
de ser hijo del amo de la casa. Y he de reconocer que este segundo don se me
escapaba cuando era niño. Del mismo modo que se le escapaba al hijo de la
parábola en el momento que se sentó a descansar mientras los cerdos pacían. En
efecto, da la impresión de que era consciente de la primera dádiva (la había
pedido: “dame”), pero no de la
segunda (se aleja de su padre, el amo, sin más).
De hecho, el
origen de su futura conversión nada tiene que ver con la conciencia del segundo
don. Es tan sólo la pérdida del primero, tan evidente y extrema (tanta hambre
tenía que “hubiera querido saciarse”
incluso “con las bellotas que tenían los
puercos”), la única razón por la que decide buscar cuanto antes una
solución. Compara entonces la vida presente con su vida anterior y resuelve que
lo mejor es volver a casa (allí, hasta los “jornaleros
de mi padre tienen pan en abundancia”). Pero, claro, al no considerar el
don de “ser hijo del amo”, piensa que su mayor dificultad será convencer a su
padre. Su padre, el amo para él, se le supone una barrera difícil de flanquear.
¿Cómo conseguir que este se apiade de su desesperada situación?, se pregunta.
El joven no es un hombre nuevo, es tan sólo un hombre de su tiempo que piensa
en términos de premio y castigo dentro de una justicia estrecha, la única
conocida.
Sin embargo, entre
alumbra una posibilidad. Se escapa ésta de lo ordinario, pero puede ser eficaz.
¿Por qué no pedirle perdón por haber derrochado la herencia? Sí, de entrada,
decide pedirle perdón. Pero, ¿y después? Después intentará convencerle de que,
a lo sumo, lo contrate como jornalero (“trátame
como a uno de tus jornaleros”). Ojo por ojo y diente por diente, se decía
entonces. Sabe que no puede pedirle más.
Un mercenario
más en la casa de su padre, eso sería o eso pensaba él -no muy convencido- que
podría ser. Su precariedad era tal que no le importaba qué dirían o cómo sería
tratado por los otros jornaleros. Porque, ¿qué pensarán de él cuando vean que
es uno más entre ellos? ¿Se acordarán de alguna lejana afrenta que pudo
infringirles en otro tiempo? Es entonces, ante tales interrogantes, cuando
comienza a descubrir su segundo don. ¡Los interrogantes surgen porque él es
hijo del amo de la casa!
En medio de la
piara de cerdos, mientras busca una solución a su mal, el joven descubre que
hay algo más, que su filiación puede empañar su futuro. Pero, lejos de
importarle el futuro, sus ojos se empañan con las lágrimas de saberse hijo. Brota
entonces en su interior una inquietud, más elevada que el hambre y la miseria
en la que se encuentra. No sólo había derrochado su patrimonio, sino que había
despreciado la compañía de su padre, lo había abandonado como se abandona una
cosa que ya no se necesita. Es entonces, por fin, cuando advierte que ha
perdido una segunda dádiva. Se da cuenta de que ha perdido su condición de hijo
(“ya no soy digno de ser llamado hijo
tuyo”). Doble motivo para pedir perdón.
El hijo, pues,
recibió dos cosas y se encamina hacia la casa de su padre pensando que ha
perdido las dos. “No sólo había disipado
la parte de patrimonio que le correspondía, sino que además había ofendido a su
padre con su conducta”. Este “es -escribe san Juan Pablo II- el drama de la
dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder”. Un drama del
que no siempre se es consciente, como no lo fue el hijo hasta que, movido por
una desastrosa situación económica, decidió pedir perdón. La decisión de pedir
perdón fue, pues, el primer paso para tener conciencia de su filiación perdida.
No conocía bien
a su padre cuya reacción no es una simple mirada compasiva, sino que, fiel a su
paternidad, le recibe gozoso (“cuando
todavía estaba lejos, lo vio su padre y … se le echó al cuello y le cubrió de
besos”). Y, sin temor a contrariar el sentido de la justicia de su hijo
mayor que había perseverado a su vera sin pedir nada extra (“ya ves cuántos años que te sirvo sin desobedecer”), no se limita
a recibirlo a regañadientes obligado por su condición paterna, sino que le
devuelve la dignidad de hijo que, para él, nunca había perdido porque el amor
paterno “no pasa jamás” (“sacad enseguida
el mejor vestido y ponédselo; ponedle un anillo en su mano y sandalias en los
pies”). El joven, hombre viejo, descubre al hombre nuevo, el padre que
perdona por amor dando de mano a la estrecha justicia.
“Tal amor -dirá
san Juan Pablo II- es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria
humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre,
el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de
nuevo y revalorizado”.
El padre se
alegra porque sabe que “se ha salvado un bien fundamental: el bien de la
humanidad de su hijo”. Esto es, ante todo, lo que explica su alegría: su hijo
ha reencontrado su dignidad; no es que haya estado un tiempo sin ella, sino que
había estado viviendo como si no la tuviera (“ese
hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
hallado”).
La actitud del
padre contraviene el sentido de la justicia de ambos hijos. En el argot
tenístico, les ha roto el saque a los dos. Y a cualquiera de aquel tiempo, de
aquella mentalidad, también a los sirvientes. Pero lo ocurrido “no se puede valorar
desde fuera”. Existe una relación interna, una alianza de amor a la que el
padre siempre será fiel. “Mi delicia es
estar con los hijos de los hombres”. Con los hijos, con mis hijos. Y, aunque
en toda la parábola no haya rastro de las palabras justicia y misericordia, en
ella se hace obvio que “el amor se transforma en misericordia cuando hay que
superar la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha”.
Pero hay más, porque
“la relación de misericordia se funda en la común experiencia de aquel bien que
es el hombre”, no hay una relación de desigualdad. Por un lado, está la
experiencia del hijo que “comienza a verse a sí mismo y a sus acciones con toda
verdad” hasta descubrir su dignidad. Por otro, la del padre, cuya experiencia
sobre tal dignidad hace que olvide todo mal que el hijo había cometido. Uno va
y el otro viene, pero hay un punto de encuentro: comparten dignidad. La
dignidad del ser humano que no es otra que ser imagen y semejanza del Padre
Dios.
Así es la
misericordia de Jesús, empieza con la petición de perdón, continua con el don
del perdón y termina con el ofensor y el ofendido convertidos en hombre nuevos que
comparten la misma Gloria del Padre verdadero. Se apoya en una realidad que vale la pena considerar asiduamente: la
filiación divina de todos los hijos de los hombres y el amor hasta el extremo
del Padre por cada uno de ellos.
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