viernes, 14 de abril de 2017

Dives in misericordia (II)

Cuando san Juan Pablo II se propone acercarnos a las enseñanzas de Jesús sobre la misericordia, trae a mano la parábola de “El hijo pródigo” (Lc 15,11).
Es una de las primeras parábolas que conocimos de niños, porque a los niños de antes nos enseñaban a “ser buenos” mediante este tipo de historias. Así empezamos a conocer el Evangelio, éramos evangelizados. Y, por muchas vueltas que haya experimentado nuestra vida, el contenido de esta parábola resulta difícil de olvidar. Sé ahora que habla del gran amor del Padre y de la alegría de pedir perdón y ser perdonado. Pero entonces sólo me fijaba en el hijo. Aprendía como hijo que la propuesta de vida del padre siempre es mejor que la propia. Que hay un tipo de vida que no conviene elegir.
Contemplémosla ahora a la luz de las palabras de san Juan Pablo II. Ya he dicho que la supongo conocida. Por tanto, vamos a situarnos en dos de sus momentos. En el primero, el hijo apacienta puercos y, en el segundo, hijo y padre se encuentran.
El hijo había recibido de su padre dos cosas: la herencia que le correspondía y la dignidad de ser hijo del amo de la casa. Y he de reconocer que este segundo don se me escapaba cuando era niño. Del mismo modo que se le escapaba al hijo de la parábola en el momento que se sentó a descansar mientras los cerdos pacían. En efecto, da la impresión de que era consciente de la primera dádiva (la había pedido: “dame”), pero no de la segunda (se aleja de su padre, el amo, sin más).
De hecho, el origen de su futura conversión nada tiene que ver con la conciencia del segundo don. Es tan sólo la pérdida del primero, tan evidente y extrema (tanta hambre tenía que “hubiera querido saciarse” incluso “con las bellotas que tenían los puercos”), la única razón por la que decide buscar cuanto antes una solución. Compara entonces la vida presente con su vida anterior y resuelve que lo mejor es volver a casa (allí, hasta los “jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia”). Pero, claro, al no considerar el don de “ser hijo del amo”, piensa que su mayor dificultad será convencer a su padre. Su padre, el amo para él, se le supone una barrera difícil de flanquear. ¿Cómo conseguir que este se apiade de su desesperada situación?, se pregunta. El joven no es un hombre nuevo, es tan sólo un hombre de su tiempo que piensa en términos de premio y castigo dentro de una justicia estrecha, la única conocida.
Sin embargo, entre alumbra una posibilidad. Se escapa ésta de lo ordinario, pero puede ser eficaz. ¿Por qué no pedirle perdón por haber derrochado la herencia? Sí, de entrada, decide pedirle perdón. Pero, ¿y después? Después intentará convencerle de que, a lo sumo, lo contrate como jornalero (“trátame como a uno de tus jornaleros”). Ojo por ojo y diente por diente, se decía entonces. Sabe que no puede pedirle más.
Un mercenario más en la casa de su padre, eso sería o eso pensaba él -no muy convencido- que podría ser. Su precariedad era tal que no le importaba qué dirían o cómo sería tratado por los otros jornaleros. Porque, ¿qué pensarán de él cuando vean que es uno más entre ellos? ¿Se acordarán de alguna lejana afrenta que pudo infringirles en otro tiempo? Es entonces, ante tales interrogantes, cuando comienza a descubrir su segundo don. ¡Los interrogantes surgen porque él es hijo del amo de la casa!
En medio de la piara de cerdos, mientras busca una solución a su mal, el joven descubre que hay algo más, que su filiación puede empañar su futuro. Pero, lejos de importarle el futuro, sus ojos se empañan con las lágrimas de saberse hijo. Brota entonces en su interior una inquietud, más elevada que el hambre y la miseria en la que se encuentra. No sólo había derrochado su patrimonio, sino que había despreciado la compañía de su padre, lo había abandonado como se abandona una cosa que ya no se necesita. Es entonces, por fin, cuando advierte que ha perdido una segunda dádiva. Se da cuenta de que ha perdido su condición de hijo (“ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”). Doble motivo para pedir perdón.
El hijo, pues, recibió dos cosas y se encamina hacia la casa de su padre pensando que ha perdido las dos. “No sólo había disipado la parte de patrimonio que le correspondía, sino que además había ofendido a su padre con su conducta”. Este “es -escribe san Juan Pablo II- el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder”. Un drama del que no siempre se es consciente, como no lo fue el hijo hasta que, movido por una desastrosa situación económica, decidió pedir perdón. La decisión de pedir perdón fue, pues, el primer paso para tener conciencia de su filiación perdida.
No conocía bien a su padre cuya reacción no es una simple mirada compasiva, sino que, fiel a su paternidad, le recibe gozoso (“cuando todavía estaba lejos, lo vio su padre y … se le echó al cuello y le cubrió de besos”). Y, sin temor a contrariar el sentido de la justicia de su hijo mayor que había perseverado a su vera sin pedir nada extra (“ya ves cuántos años que te sirvo sin desobedecer”), no se limita a recibirlo a regañadientes obligado por su condición paterna, sino que le devuelve la dignidad de hijo que, para él, nunca había perdido porque el amor paterno “no pasa jamás” (“sacad enseguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle un anillo en su mano y sandalias en los pies”). El joven, hombre viejo, descubre al hombre nuevo, el padre que perdona por amor dando de mano a la estrecha justicia.
“Tal amor -dirá san Juan Pablo II- es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y revalorizado”.
El padre se alegra porque sabe que “se ha salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de su hijo”. Esto es, ante todo, lo que explica su alegría: su hijo ha reencontrado su dignidad; no es que haya estado un tiempo sin ella, sino que había estado viviendo como si no la tuviera (“ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado”).
La actitud del padre contraviene el sentido de la justicia de ambos hijos. En el argot tenístico, les ha roto el saque a los dos. Y a cualquiera de aquel tiempo, de aquella mentalidad, también a los sirvientes. Pero lo ocurrido “no se puede valorar desde fuera”. Existe una relación interna, una alianza de amor a la que el padre siempre será fiel. “Mi delicia es estar con los hijos de los hombres”. Con los hijos, con mis hijos. Y, aunque en toda la parábola no haya rastro de las palabras justicia y misericordia, en ella se hace obvio que “el amor se transforma en misericordia cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha”.
Pero hay más, porque “la relación de misericordia se funda en la común experiencia de aquel bien que es el hombre”, no hay una relación de desigualdad. Por un lado, está la experiencia del hijo que “comienza a verse a sí mismo y a sus acciones con toda verdad” hasta descubrir su dignidad. Por otro, la del padre, cuya experiencia sobre tal dignidad hace que olvide todo mal que el hijo había cometido. Uno va y el otro viene, pero hay un punto de encuentro: comparten dignidad. La dignidad del ser humano que no es otra que ser imagen y semejanza del Padre Dios.

Así es la misericordia de Jesús, empieza con la petición de perdón, continua con el don del perdón y termina con el ofensor y el ofendido convertidos en hombre nuevos que comparten la misma Gloria del Padre verdadero. Se apoya en una realidad que vale la pena considerar asiduamente: la filiación divina de todos los hijos de los hombres y el amor hasta el extremo del Padre por cada uno de ellos.

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