Estimado
y paciente lector, avanzamos lentamente hacia 1616. En el artículo anterior entramos
ya en 1612, pero el Galileo de ese año quedaría incompleto si obviara dos
polémicas; real una, ficticia la otra. La real, de tipo científico, versa sobre
las manchas solares. La ficticia, a raíz de los rumores de que sus enemigos
están tramando algo, tuvo al dominico Lorini (no confundir con el jesuita de
idéntico nombre) como protagonista. Con ellas cerraremos 1612.
La
primera, como escribe Sharratt, se trata de una polémica de ámbito europeo ya
que los chinos hacía siglos que las conocían. Para nuestro propósito, bastará
informar que enfrenta a Galileo con el jesuita alemán Christoph Scheiner de la
Universidad de Ingolstadt en Baviera (Mary Shelley, en su Frankenstein, sitúa a éste como alumno ficticio de esta
universidad). Encierra dos cuestiones: la autoría del descubrimiento (¿quién
fue el primero que las vio?) y la naturaleza de dichas manchas. Galileo
defendía que estaban localizadas sobre el Sol, mientras que Scheiner con el fin
de preservar la teoría aristotélica afirmaba que eran la sombra de pequeños
planetas situados entre nosotros y el Sol.
La polémica fue iniciada por Marcus
Welser (político, financiero, asesor de Rodolfo II y amigo de Kepler) y alimentada
por la “Accademia dei Lincei”. Todo empezó en enero, cuando Welser envió a
Galileo un opúsculo de Scheiner sobre el que le pedía opinión. La labor de la
Academia era la de hacer públicas las respuestas de ambos. A causa de los
promotores (mecenas y académicos) no fue una polémica agria, sino al contrario,
aunque ya se sabe cómo las gastaba Galileo. Más allá del interés científico, lo
que Welser buscaba era reivindicar la investigación astronómica alemana, y ¿qué
mejor forma de darse a conocer que debatiendo con su admirado Galileo?
Con todo, esta fue la primera
batalla librada por Galileo contra los jesuitas (aquí se echa de menos a
Clavius), a la vez que se volvía a debatir la teoría aristotélica del Universo.
Y si es dudable el alcance de las consecuencias de lo primero, es claro que lo
segundo enfadó a muchos.
El cardenal Conti, en su
citada del 7 de julio también habla de las manchas solares e, incluso, menciona
un libro del que dice enviarle una copia (que finalmente no adjunta) donde se
lee que son sombras producidas por estrellas que, siguiendo su recorrido, pasan
delante del Sol. Lo volverá a hacer en una carta posterior, la del 18 de
agosto, en la que además se pone a su disposición para cualquier cuestión que
relacione la teoría de Aristóteles con las Sagradas Escrituras. En ningún
momento se decanta por alguna de las hipótesis, elogia el trabajo de Galileo,
“sua diligenza et ingegno”, y le anima a seguir observando para que pueda dar
luz “a tutto questo”.
Igualmente,
en junio, el cardenal Barberini (ya citado) le envió una carta agradeciéndole
sus comentarios sobre las manchas solares, elogió el ingenio de Galileo, pero sin
tomar partido. A lo más, le pidió que le mantuviera informado para poder “hablar
con inteligencia” sobre un tema tan actual en las reuniones sociales.
Merece la pena considerar la
actitud imparcial adoptada por los cardenales de la Curia romana en torno a los
nuevos descubrimientos. Es claro que no se consideran autoridad en la materia.
Elogian a Galileo, pero no se casan con nada nuevo. En el fondo, sus alusiones
a seguir observando son una petición de una prueba irrefutable, pues si tienen
que enemistarse con el statu quo establecido por los aristotélicos tendrá que
ser con causa justificada. Aunque también se puede pensar que con dichas
alusiones están intentando ganar tiempo. ¿Para qué? Para engarzar el
heliocentrismo con las Sagradas Escrituras.
En
fin, este debate sobre las manchas solares iba a servir de comidilla tertuliana
para algo más de un año, restando actualidad a la cuestión hidrostática. Y fue
precisamente en una de esas tertulias donde se inició la segunda polémica mencionada.
Le llegan rumores de que el Día
de los Difuntos, 2 de noviembre, el anciano dominico del convento de San Marcos
de Florencia, Niccoló Lorini (68 años), amigo de los Médicis y profesor de
historia eclesiástica de esa Universidad había atacado la teoría copernicana y,
quizás, también a él. Días después, el 5 de noviembre, es el propio Lorini
quien desmiente esto último por medio de una carta que le dirige. En ella
expresa que no habló de filosofía contra nadie; si, bien es verdad que -aunque
no para disputar- dijo que la teoría del tal “Ipérnico, o como si chiami”
(“Ipérnico”, eso escribe), es contraria a las Sagradas Escrituras. La carta
muestra también su despreocupación por el tema (“Ma a me poco monta”) pues dice
que su vida persigue otros fines y que le basta con no dar ocasión de creer lo que
no es (¿puyazo?). Concluye deseándole su felicidad espiritual y temporal.
Al leer la carta, puede
parecer que es una polémica ficticia o imaginaria (imaginada por los amigos de
Galileo) en el sentido de que Lorini no quisiera provocar a nadie con sus
palabras. Sin embargo, desde hacía años, un pequeño grupo de aristotélicos de
Pisa y Florencia había constituido una liga contra Galileo conocida por el
nombre de “Liga de las palomas” en honor a su miembro más destacado Ludovico delle
Colombe (colombo es paloma en italiano), que animaba a predicar contra él desde
el púlpito. Por lo que hace natural que los amigos de Galileo viesen enemigos donde
no los hubiese. No obstante, si se tiene en cuenta el papel que desempeñará
Lorini en la futura denuncia al Santo Oficio, no iban del todo desencaminados. (Quizás
para entonces ya sabría que no era Ipérnico sino Copérnico).
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