lunes, 17 de julio de 2017

Galileo, 1616 (V)

            Estimado y paciente lector, avanzamos lentamente hacia 1616. En el artículo anterior entramos ya en 1612, pero el Galileo de ese año quedaría incompleto si obviara dos polémicas; real una, ficticia la otra. La real, de tipo científico, versa sobre las manchas solares. La ficticia, a raíz de los rumores de que sus enemigos están tramando algo, tuvo al dominico Lorini (no confundir con el jesuita de idéntico nombre) como protagonista. Con ellas cerraremos 1612.
            La primera, como escribe Sharratt, se trata de una polémica de ámbito europeo ya que los chinos hacía siglos que las conocían. Para nuestro propósito, bastará informar que enfrenta a Galileo con el jesuita alemán Christoph Scheiner de la Universidad de Ingolstadt en Baviera (Mary Shelley, en su Frankenstein, sitúa a éste como alumno ficticio de esta universidad). Encierra dos cuestiones: la autoría del descubrimiento (¿quién fue el primero que las vio?) y la naturaleza de dichas manchas. Galileo defendía que estaban localizadas sobre el Sol, mientras que Scheiner con el fin de preservar la teoría aristotélica afirmaba que eran la sombra de pequeños planetas situados entre nosotros y el Sol.
La polémica fue iniciada por Marcus Welser (político, financiero, asesor de Rodolfo II y amigo de Kepler) y alimentada por la “Accademia dei Lincei”. Todo empezó en enero, cuando Welser envió a Galileo un opúsculo de Scheiner sobre el que le pedía opinión. La labor de la Academia era la de hacer públicas las respuestas de ambos. A causa de los promotores (mecenas y académicos) no fue una polémica agria, sino al contrario, aunque ya se sabe cómo las gastaba Galileo. Más allá del interés científico, lo que Welser buscaba era reivindicar la investigación astronómica alemana, y ¿qué mejor forma de darse a conocer que debatiendo con su admirado Galileo?
Con todo, esta fue la primera batalla librada por Galileo contra los jesuitas (aquí se echa de menos a Clavius), a la vez que se volvía a debatir la teoría aristotélica del Universo. Y si es dudable el alcance de las consecuencias de lo primero, es claro que lo segundo enfadó a muchos.
El cardenal Conti, en su citada del 7 de julio también habla de las manchas solares e, incluso, menciona un libro del que dice enviarle una copia (que finalmente no adjunta) donde se lee que son sombras producidas por estrellas que, siguiendo su recorrido, pasan delante del Sol. Lo volverá a hacer en una carta posterior, la del 18 de agosto, en la que además se pone a su disposición para cualquier cuestión que relacione la teoría de Aristóteles con las Sagradas Escrituras. En ningún momento se decanta por alguna de las hipótesis, elogia el trabajo de Galileo, “sua diligenza et ingegno”, y le anima a seguir observando para que pueda dar luz “a tutto questo”.
       Igualmente, en junio, el cardenal Barberini (ya citado) le envió una carta agradeciéndole sus comentarios sobre las manchas solares, elogió el ingenio de Galileo, pero sin tomar partido. A lo más, le pidió que le mantuviera informado para poder “hablar con inteligencia” sobre un tema tan actual en las reuniones sociales.
Merece la pena considerar la actitud imparcial adoptada por los cardenales de la Curia romana en torno a los nuevos descubrimientos. Es claro que no se consideran autoridad en la materia. Elogian a Galileo, pero no se casan con nada nuevo. En el fondo, sus alusiones a seguir observando son una petición de una prueba irrefutable, pues si tienen que enemistarse con el statu quo establecido por los aristotélicos tendrá que ser con causa justificada. Aunque también se puede pensar que con dichas alusiones están intentando ganar tiempo. ¿Para qué? Para engarzar el heliocentrismo con las Sagradas Escrituras.
            En fin, este debate sobre las manchas solares iba a servir de comidilla tertuliana para algo más de un año, restando actualidad a la cuestión hidrostática. Y fue precisamente en una de esas tertulias donde se inició la segunda polémica mencionada.
Le llegan rumores de que el Día de los Difuntos, 2 de noviembre, el anciano dominico del convento de San Marcos de Florencia, Niccoló Lorini (68 años), amigo de los Médicis y profesor de historia eclesiástica de esa Universidad había atacado la teoría copernicana y, quizás, también a él. Días después, el 5 de noviembre, es el propio Lorini quien desmiente esto último por medio de una carta que le dirige. En ella expresa que no habló de filosofía contra nadie; si, bien es verdad que -aunque no para disputar- dijo que la teoría del tal “Ipérnico, o como si chiami” (“Ipérnico”, eso escribe), es contraria a las Sagradas Escrituras. La carta muestra también su despreocupación por el tema (“Ma a me poco monta”) pues dice que su vida persigue otros fines y que le basta con no dar ocasión de creer lo que no es (¿puyazo?). Concluye deseándole su felicidad espiritual y temporal.

Al leer la carta, puede parecer que es una polémica ficticia o imaginaria (imaginada por los amigos de Galileo) en el sentido de que Lorini no quisiera provocar a nadie con sus palabras. Sin embargo, desde hacía años, un pequeño grupo de aristotélicos de Pisa y Florencia había constituido una liga contra Galileo conocida por el nombre de “Liga de las palomas” en honor a su miembro más destacado Ludovico delle Colombe (colombo es paloma en italiano), que animaba a predicar contra él desde el púlpito. Por lo que hace natural que los amigos de Galileo viesen enemigos donde no los hubiese. No obstante, si se tiene en cuenta el papel que desempeñará Lorini en la futura denuncia al Santo Oficio, no iban del todo desencaminados. (Quizás para entonces ya sabría que no era Ipérnico sino Copérnico). 

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