En enero de este año que finaliza se cumplió el
ciento veinticinco aniversario del nacimiento de John Ronald Reuel Tolkien
(1892-1973), buena excusa para escribir sobre él y su obra (casi no llego). Más
aún para aquellos que la disfrutamos.
Y,
puesto a escribir, decido hacerlo sobre una de sus obras menores: Hoja, de
Niggle. Un cuento “escrito de un tirón” (Segura) entre 1938 y 1939, aunque
publicado en 1945, cuando “soplaban vientos de guerra en Europa y los presagios
no parecían muy favorables para Gran Bretaña” (Santoyo-Santamaría). En él
parece que Tolkien, temiéndose lo peor, hace un balance simbólico de su vida
por medio de la autojustificación de su trabajo literario. Su hija Priscilla lo
calificaba como el relato más autobiográfico de la obra de su padre (Pearce).
Como también es el más simbólico.
Ahora
bien, la vida de un hombre no puede narrarse sin acompañantes, sin la
participación en ella de los otros. La vida es camino de encuentros, es andar
en compañía y tiene también sus despedidas. Por eso, este relato, contra lo que
puede sugerir el título, no trata sólo sobre Niggle (pintor por vocación) sino también sobre su vecino Parish (que cuando miraba los cuadros de Niggle sólo
veía manchas verdes y grises, y líneas negras que se le antojaban sin sentido).
Niggle es el protagonista, pero todos tenemos algo de Parish.
Y
si comento este cuento es porque me llamó la atención su aplicabilidad a la
vida real. Daba pie para reflexionar sobre el aprovechamiento del tiempo, sobre
la manera de realizar un trabajo bien hecho, sobre la necesidad de interesarse
por los demás, sobre la eficacia del olvido de sí y, como colofón, abría las
puertas a la esperanza en una vida eterna gozosa. ¡Casi nada!
¿Quién
es Niggle?
Tolkien describe a Niggle como
un pintor de segunda fila, un pobre hombre o un hombrecillo de lo más común, y bastante simple, aunque la
narración muestra que no es del todo así. Porque, a pesar de su autor, Niggle
no deja de ser un artista, un creador y, en este sentido, se aleja del común de
los mortales. Otra cosa es que no desarrolle su don al cien por cien. Pero, lo
cierto es que su idea creativa, su intento por pintar un árbol completo, con todas las hojas de un mismo estilo y
todas distintas, no le abandonará.
Niggle refleja al hombre (o a
la mujer; aunque en este caso sea un hombre) consciente de su singularidad, que
no se siente uno más, y cuya personalidad debe quedar expresada, fijada, a la
vez que valorada. Es alguien con el convencimiento íntimo de ser capaz de crear
algo original que sólo él puede llevar a término. Alguien que quiere dejar para
la posteridad algo de su don. Y en este sentido creo que Niggle somos todos,
aunque algunos no sean conscientes de ello.
Un ideal
que no encaja
Frente a este ideal (llamemos
así a su interés por desarrollar su don) se alzaban varios obstáculos. Por un
lado, el desconocimiento público de lo que Niggle llevaba entre manos (Desde luego, pocos tenían noticia de su
cuadro) y, como consecuencia, la ausencia de toda valoración ajena (pero aunque lo hubiesen sabido, tampoco
habría mucha diferencia. Dudo que hubieran pensado que era muy importante).
Esto es, la única fuerza con la que cuenta es la interior. Su empeño íntimo es
su único carburante.
No obstante su entusiasmo, su
debilidad radica en esa ausencia de valoración. Habría deseado tener algún amigo que le orientase, alguien que le
diera unas palmaditas a la espalda y que le dijera: ¡Realmente magnífico! Para mí está muy claro lo que te propones.
Adelante, y no te preocupes por nada más. Es la soledad del artista, pero
es también la soledad propiciada por una sociedad regulada hasta el extremo por
normas frías (porque lo dicta la ley)
y con intereses sólo materiales (mientras él contemplaba su cuadro con emoción,
los otros veían tan solo cantidad de
materiales: lienzo, madera, pintura impermeable para reparar las casas
vecinas porque primero son las casa, la
ley es la ley).
En efecto, Tolkien enmarca el
cuento en algún país con leyes bastante estrictas. Referidas
algunas al deber de ayudar a los demás, lo que denota una humanidad que sólo
piensa en el prójimo por obligación. En el caso de Niggle no era exactamente
por obligación, sino porque se sentía incómodo si no lo hacía. Pero le hubiera
gustado tener más carácter para que no le
afectasen los problemas de los demás. Ayudaba, pero ello no era óbice de que gruñese, perdiera la paciencia y maldijese (la
mayor parte de las veces por lo bajo).
Tengo la impresión de que se
trata de una sociedad puritana, sin la alegría de hacer las cosas con amor y
por Amor. Semejante archipiélago de individuos estresados por el formalismo de
las normas me recuerda “La teoría sueca del amor”.
La
brevedad del tiempo
Otro obstáculo sale a su paso:
el tiempo. Y es aquí donde Tolkien logra que el simbolismo alcance de lleno la
realidad. Lo afirma desde el principio, un
pobre hombre llamado Niggle que tenía que hacer un largo viaje. Un viaje que le resultaba enojoso, pero que no estaba en su mano evitarlo. Sabía que en cualquier momento tendría que
ponerse en camino. ¿Les suena? Sí, no lo duden, se trata de la muerte, el
viaje que todos emprenderemos algún día. Ese del que no se habla y que
olvidamos preparar, como Niggle, que no
apresuraba los preparativos para su viaje. Y también a él le llega el
momento: Vamos. Y, como nunca terminó de prepararse para el viaje,
su reacción: ¡Dios mío!, dijo el pobre
Niggle, echándose a llorar. Y, es que, se fue con lo puesto.
Pero lo que más le dolía, lo
que le hizo llorar, no fue la partida sino dejar el cuadro sin acabar: ni siquiera está terminado, exclamó.
Nada más real. La inoportunidad de la muerte ante lo que queda todavía por
hacer. Mayor dolor para aquel que se va sin ver cumplido su ideal, más aún si
considera que tiene en ello algo de culpa.
¿Por qué Niggle no logró
acabar el cuadro?
Varias razones aparecen
explícitas: algunas veces se sentía un
poco perezoso y no hacía nada. Pereza. Cuando se ponía a pintar, se veía interrumpido de forma casi continua. Las
obligaciones sociales. ¡Maldita sea!, hoy
se acabó el trabajo para mí. Pérdida de paz. Intentó subirse a la escalera (el cuadro era muy grande), pero la cabeza se le iba. Enfermedad. Aquel día no había hojas en su imaginación
ni vislumbres de montañas. Falta de inspiración, desánimo.
Y no es que no advirtiera la
falta de tiempo o la necesidad que tenía de aprovecharlo. Era muy consciente de que necesitaba concentrarse, trabajar, un trabajo
serio e ininterrumpido, si quería terminar el cuadro. Por eso se decía que cueste lo que cueste, acabaré este cuadro,
mi obra maestra, antes de que me vea obligado a emprender ese maldito viaje.
Pero era como ese hombre con un ideal que la vida cotidiana ahoga
constantemente: tenía otras muchas cosas
que atender.
Pero seamos benévolos con
Niggle. No era un ingenuo. Sabía que no podría acabar el cuadro de una manera
definitiva, que había algunos puntos
dónde sólo tendría tiempo para esbozar lo que pretendía. Tampoco se
consideraba un pintor de primera. Además, cuando no podía evitar las cosas que
tenía que atender, ponía en ellas todo su
empeño. Es cierto que descuidó lo material (el huerto parecía bastante descuidado), pero no así a las personas
(respondió a muchísimas llamadas).
Un
trabajo bien hecho
Ya
dije que Niggle era un pintor por vocación, un artista, un creador. No se
limitaba a replicar tornillos y tuercas sino que creaba arte, intentaba mostrar
el modo real de las cosas. En consecuencia, su trabajo no puede ser valorado
por su exactitud o su utilidad práctica. Ni siquiera por haberlo finalizado a
tiempo. Porque el hecho de que su cuadro se hubiera ampliado tanto que tuvo que echar mano de una escalera no era sino
consecuencia del arte, que “enseña que esta vida nunca es suficiente” (Segura).
No
obstante, en ese cuadro que había
comenzado con una hoja arrastrada por el viento que se convirtió en árbol que dio numerosas
ramas a las que llegaron extraños
pájaros que hubo que atenderlos, para que después creciera un paisaje alrededor y entre los espacios que dejaban las
hojas y las ramas, con un bosque,
tierras de labor y montañas coronadas de nieve, en ese cuadro inacabado
-digo- había algo que sí me atrevo a valorar como trabajo bien hecho: las
hojas.
Niggle
solía pararse infinidad de tiempo con una
sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en
sus bordes. Como dice un personaje del cuento: una hoja pintada por Niggle posee un encanto propio. Pintadas con
amor: se tomó mucho trabajo con las hojas,
y sólo por cariño. Desinteresadamente: nunca
creyó que aquello fuera a hacerlo importante. Sin que le sirvieran de
excusa por desatender otras cosas: ni
siquiera ante sí mismo pretendió excusar con esto su olvido de las leyes.
Al
poco de partir Niggle, la mayor parte de
su lienzo se echó a perder, sólo quedó un
retazo que contenía una preciosa hoja
que había permanecido intacta. Debía ser hermosa, pues uno de los
personajes que más le aborrecía la hizo
enmarcar y luego la donó al Museo
Municipal. Fue expuesta con el título “Hoja, de Niggle”. Trabajo bien
hecho. Cada hombre, cada mujer, tiene también su “hoja”. ¡Si hiciéramos bien,
al menos, nuestra “hoja”!
Continuaremos
desde donde partimos
Entramos
en la última parte del cuento, la más simbólica. Hasta ahora ha sido un cuento
anómalo sin esa felicidad y armonía con la que suelen empezar. Desde su inicio hemos
asistido inquietos a la agonía de Niggle, turbados por el desprecio que
suscita, tanto por lo que es (un pobre
estúpido) como por lo que hace (un
inútil. Sin ningún valor para la sociedad). Pero el desenlace le devuelve su
identidad como cuento. Y, como ha sido una analogía simbólica de la vida real,
su final no puede ser otro que el inspirado por la fe de su autor, cristiano
católico desde los ocho años. Así que no podía acabar de otra forma: y siguió al pastor. Trasunto de ese
Salmo 23 que tantas veces repetiría Tolkien: “El señor es mi pastor … me
conduce hacia fuentes tranquilas … nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y
tu cayado me sosiegan”.
Pero
tendrán que leerlo ustedes, no les desentrañaré el final, sólo necesitaba escribir
lo anterior para que, cuando lo lean, compartan conmigo esa idea (“porque nadie
vió ni oyó lo que el Padre Dios tiene preparado para los que le aman”) tan
católica de que nuestra vida en el Cielo será el culmen de lo que iniciamos en
la tierra.
¿Y
Parish?, me dirán, ¿qué hay de Parish? Es verdad que lo mencioné al principio y
que, sin embargo, no he escrito nada más sobre él. Sólo les diré que hay un
tren con el nombre “Niggle-Parish” y que, cuando se lo comunicaron a ellos, se rieron. Se rieron, y las Montañas
resonaron con su risa.
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