Cuenta la filósofa E. Anscombe
que, tras la publicación de la Humanae Vitae, un joven amigo suyo africano (no
católico), le dijo: “¡El Papa ha dado un buen golpe a favor de la dignidad
humana!”. Le gustó oírlo, dijo, pero consideraba (interpreto yo) que la
expresión “dignidad humana” podía llegar a ser un eufemismo con el que encubrir
cualquier tipo de tropelías. Como está pasando. Por eso, a renglón seguido
afirmó: “sin embargo, hay dos imágenes de la dignidad humana, la de la Iglesia
y la del mundo”.
La palabra mundo, no significa
aquí la realidad que nos rodea y que, por tanto, puede ser amado
apasionadamente, sino que refiere lo mundano, lo que se opone a lo espiritual. Con
su disyuntiva, Anscombe da a entender que esas dos imágenes de la dignidad son
dos caras de una misma moneda que “irremediablemente no miran en la misma
dirección”.
A Anscombe le basta una sola
palabra para definir ambas direcciones: estándar. Para el mundo -dice- hay un “estándar” de dignidad humana,
reflejado en unos parámetros cuyo cumplimiento permite afirmar que la vida
humana es digna. Parámetros de satisfacción basados en lo que la persona tiene,
hace o produce. En consecuencia, “si la vida humana no los alcanza, entonces no
merece la pena ser respetada”, carece de dignidad. Evidentemente, el estándar
no se expresa hoy tan sangrientamente como lo hizo el nazismo y el comunismo, pero
lleva a la misma consecuencia: la muerte de la persona que no lo alcanza.
La Iglesia, en cambio, “no exige
ningún estándar previo para que se respete la vida”. Ésta, la vida, la vida de
cualquier persona, desde su inicio hasta su término, es digna por el
maravilloso hecho de ser (existir). El resto, querido lector, ya lo conoce.
En cualquier caso, a la vista de lo
que ya está entre nosotros, permítanme exclamar: “¡Oh, dignidad humana!,
¡cuántos crímenes se están cometiendo en tu nombre!”.
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