domingo, 26 de mayo de 2019

¡Oh, dignidad humana!



Cuenta la filósofa E. Anscombe que, tras la publicación de la Humanae Vitae, un joven amigo suyo africano (no católico), le dijo: “¡El Papa ha dado un buen golpe a favor de la dignidad humana!”. Le gustó oírlo, dijo, pero consideraba (interpreto yo) que la expresión “dignidad humana” podía llegar a ser un eufemismo con el que encubrir cualquier tipo de tropelías. Como está pasando. Por eso, a renglón seguido afirmó: “sin embargo, hay dos imágenes de la dignidad humana, la de la Iglesia y la del mundo”.
La palabra mundo, no significa aquí la realidad que nos rodea y que, por tanto, puede ser amado apasionadamente, sino que refiere lo mundano, lo que se opone a lo espiritual. Con su disyuntiva, Anscombe da a entender que esas dos imágenes de la dignidad son dos caras de una misma moneda que “irremediablemente no miran en la misma dirección”.  
A Anscombe le basta una sola palabra para definir ambas direcciones: estándar. Para el mundo -dice-  hay un “estándar” de dignidad humana, reflejado en unos parámetros cuyo cumplimiento permite afirmar que la vida humana es digna. Parámetros de satisfacción basados en lo que la persona tiene, hace o produce. En consecuencia, “si la vida humana no los alcanza, entonces no merece la pena ser respetada”, carece de dignidad. Evidentemente, el estándar no se expresa hoy tan sangrientamente como lo hizo el nazismo y el comunismo, pero lleva a la misma consecuencia: la muerte de la persona que no lo alcanza.
La Iglesia, en cambio, “no exige ningún estándar previo para que se respete la vida”. Ésta, la vida, la vida de cualquier persona, desde su inicio hasta su término, es digna por el maravilloso hecho de ser (existir). El resto, querido lector, ya lo conoce.
En cualquier caso, a la vista de lo que ya está entre nosotros, permítanme exclamar: “¡Oh, dignidad humana!, ¡cuántos crímenes se están cometiendo en tu nombre!”.

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