Me levanto con la imagen de la
matanza de los niños de Belén y sus alrededores mandada por Herodes. Imagen impresa
en antiguos cuadros y recreada en algunos belenes. Veo a niños cabeza abajo que
tomados por los tobillos son traspasados por cuchillos, espadas o sables.
Inocentes con no más de dos años. Pero, pienso más en sus madres que en ellos.
Las veo correr tras sus asesinos suplicando clemencia para sus hijos o llorándolos
amargamente. Sentadas en el suelo o en alguna piedra gimen desconsoladas
mientras estrechan el cuerpo inánime entre sus brazos. Y recuerdo lo que tantas
veces he oído: ningún padre o madre debiera ver morir a sus hijos.
Esos cuadros y representaciones
me recuerdan siempre el gran pecado de los dos últimos siglos: el aborto. Pero,
como dije, no quiero fijarme en los 99149 abortos realizados en España en 2019
(cifra que va en aumento desde 2016), ni siquiera en el número de mujeres que
abortaron (11,53 por cada 1000), sino en un tipo particular de mujeres de
aquellas que no lo hicieron (un 988,47 por cada mil). Y no lo hago porque
quiera pasar página cuanto antes ante tan grande crueldad (aceptada consciente
o inconscientemente), sino porque a buen seguro que algunas de estas eligieron
libremente salvar la vida del no nacido antes que la propia. A estas madres,
allá donde estén ya en el Cielo o ya en la tierra, dedico hoy un recuerdo de
homenaje.
Tales madres hacen presente el
sentimiento de aquellas otras de Belén que no hubieran dudado en entregar la
propia vida a cambio de la de sus hijos. Es más, superan y trascienden ese
sentimiento pues no se enfrentan a la imposibilidad de una vuelta atrás sino a la
capacidad de decidir entre lo posible. Ellas eligen salvar primeramente al hijo
(varón o hembra) que todavía está en sus entrañas, pero que saben ya hijo. Esta
es su doble grandeza: saber que es ya hijo (de inocencia sin par, santo
inocente) y decidir entregar su vida por él. Aman hasta el extremo.
Este fue el caso de santa Gianna
Beretta (fallecida el 28 de abril de 1962) y de Carla Levati (fallecida el 25
de enero de 1993), médico la primera y ama de casa la segunda. Diagnosticadas
de cáncer de útero, ambas decidieron la opción quirúrgica que aseguraba la vida
del hijo frente a aquella otra con la que hubieran salvado la vida con toda
seguridad. Por ello, fueron consideradas unas heroínas por la mayoría de la
gente y acusadas, por una minoría, de desobediencia médica o falta de
información. En fin, stultorum infinitus est numerus.
Por mi parte, en tal día como hoy, día de los
santos Inocentes, me encomiendo a ellas y pongo en sus manos la protección de
aquellas madres inocentes que a lo largo de la historia tienen que enfrentarse
al cruel dilema de salvar la propia vida o la del hijo no nacido.
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