sábado, 15 de abril de 2023

Formar

 

 

                Formar, enseñar, educar, son palabras que se toman como sinónimas, pero no lo son. Pensando en mi ciencia, pregunto: ¿es lo mismo formar matemáticos que enseñar matemáticas o educar en las matemáticas? Concluyo que no, pero no expondré las razones por estar fuera de contexto. Aunque es pensando en ellas como entiendo mejor que no es lo mismo formar a un niño que enseñarle o educarlo. La enseñanza tiene que ver con el entendimiento, la educación con la voluntad y la formación, en cambio, abarca a toda la persona, es la que configura su personalidad. Es cierto que no son conceptos totalmente separados, pero también es cierto que son distintos.

                Formar a un niño es darle forma. Pero ¿qué forma? La respuesta dada marcará la diferencia entre los formadores, llámese padre, madre o, más en general, maestro. Porque ésta depende del principio; esto es, de la antropología aceptada. No se da la misma respuesta si aceptamos que hemos sido creados, que si pensamos lo contrario. Menos aún si pensamos que hemos sido creados a imagen del creador. Porque esto último lleva -entre otras cosas- a que la vida tiene un sentido y, a la vez, que somos limitados, lo que tiene consecuencias en la formación.

                Por mi parte, sigo el concepto clásico, el medieval, el del maestro Eckhart, que tan bien explicó la filósofa Edith Stein. Según éste, Dios imprime su imagen en los seres humanos, y es tarea de estos y de sus formadores descubrirla y hacerla salir hacia afuera. Se trata pues de una doble tarea: formarse y autoformarse. ¿Qué forma? La que Dios le da.

                Me aparto así del concepto moderno en el que la subjetividad ocupa el lugar de Dios. Ya no es Dios quien da la forma al ser humano desde dentro del alma, sino que es el mismo individuo el que se cultiva a sí mismo, en una autoconstitución de la propia subjetividad.

Permítanme un símil para ver la diferencia. Recurramos al alfarero ante un bloque de barro. Según la interpretación de Edith Stein, el alfarero debe retirar el barro hasta descubrir la forma interna que ya está impresa en él. Su trabajo consiste pues en exteriorizar esa forma interna. Mientras que, para el moderno, el alfarero quita el barro necesario hasta conseguir la imagen deseada, la subjetiva, la que tiene en su mente. Así pues, el punto de partida es muy distinto. Para unos, el niño o niña nace con una imagen plasmada que hay que descubrir. Para otros, es un recipiente vacío, nace como una tabula rasa sobre la que hay que construir.

En consecuencia, lo primero que debe hacer todo formador es conocer con qué cuenta, conocer el interior del hijo o discípulo. Porque no vale “el café para todos” al que tan acostumbrados estamos últimamente. Cada uno tiene su propia individualidad; unos serán encina, que necesita poca agua; otros, álamos con necesidad de agua.

Lamentablemente, algunos piensan que formar es dirigir según unos planteamientos personales influidos en demasía por los estados de ánimo de la época en la que vivimos, cada vez más exigentes. Y, en vez de preguntarse ¿qué va a ser de este niño?, planean qué queremos que sea, siguiendo los requerimientos que se oyen en la calle.

Concretando: ¿cómo conocer esa forma interior? Con amor, comunicación y tiempo, que son los tres pilares fundamentales. Con todo, sepamos que nunca lograremos entender perfectamente su naturaleza; entre otras cosas, porque con cada generación aparece algo nuevo, no enteramente comprensible para la generación anterior. Al fin y al cabo, individuum ineffabile est.

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