martes, 15 de junio de 2010

El individuo (15-06-2010)

El individuo

Basta un niño o una niña para destruir la educación de veinte. Y uno de esos veinte puede ser su hijo o su hija. Ese es el riesgo que se corre en este sistema educativo. Un sistema que escolariza en la misma aula a violentos y a gente que quiere ser educada. Y es más, que obliga a que esto sea así.

Cada año, son escolarizados jóvenes cuyos informes de sus anteriores centros dejan bien clara su personalidad violenta, verdulera o disruptiva. A los que hay que añadir aquellos que vienen sin informe, pero que rápidamente muestran las mismas tendencias. Alumnos y alumnas que, en virtud del dogma de la heterogeneidad y la inclusión, serán distribuidos proporcionalmente entre los distintos grupos del nivel que les corresponde. Un nivel al que acceden por su edad, sin tener en cuenta conocimientos o actitudes. Junto a ellos han de convivir niños y niñas que se mueven en una ancha banda que va desde los que les cuesta estudiar hasta los que aspiran a una preparación de calidad.

Las leyes actuales permiten la expulsión temporal tanto del aula como del centro educativo e, incluso, hay aulas destinadas a la reconversión del alumnado que entorpece continuamente el desarrollo de una clase tanto por su falta de trabajo como por su comportamiento. Pero para los casos que aquí trato no son medidas suficientes. También es posible expulsarlo definitivamente del centro, pero esto supone que cargue con él otro centro y que el centro emisor tenga las puertas abiertas para un caso análogo procedente de otro. Es lo que en el argot disciplinario se denomina “cambio de cromos”. La expulsión del centro es pues una medida que sólo soluciona el problema mientras no tenga efecto el canje y que, en caso de producirse, pone de manifiesto que el sistema no contempla estos casos.

Un ejemplo. El profesor o profesora está explicando y tocan a la puerta. ¿He dicho tocan? Pues no, más bien quería decir se abre la puerta. Aparece entonces el individuo de siempre que no se sabe si llega tarde porque quiere provocar o porque quiere que se le envíe automáticamente al aula de convivencia. No obstante, si le preguntan siempre oirán una excusa. El profesor se plantea si debe dejarle entrar dando pie a que los otros niños piensen que una clase dura los minutos que uno quiere o impedirle la entrada, con el riesgo de que haya bronca.

Supongamos que, por evitar la bronca, el profesor le deja entrar. Así que nuestro individuo se dirige hacia su silla diciendo no se sabe qué a alguien cercano. Tira ruidosamente la mochila sobre la mesa y descansa sobre ella la cabeza. El profesor le recuerda que saque el libro –ese libro gratuito que le dieron al comenzar el curso-, pero contesta que no lo ha traído y que tampoco tiene nada para escribir. Entonces, el profesor le da una hoja de trabajo de esas que tiene preparadas para atender a la diversidad o, más propiamente, a la biodiversidad. Le señala lo que tiene que hacer, le deja un lápiz y se vuelve a dirigir a la clase. Cuando se gira hacia la pizarra digital, oye risitas entre el alumnado. Se gira y descubre el motivo: es un avioncito de papel que ha aterrizado sobre su mesa. Desdobla la original obra de ingeniería y descubre que está hecha con su material para la diversidad. El profesor le devuelve la hoja y le pide que la lleve a Jefatura de Estudios, para lo que le acompañará el delegado o delegada, pero piensa que éstos ya se han perdido muchos ratos de clase en esa misma función y elige a otro responsable. Pero el individuo se niega a ir a Jefatura porque dice que no ha hecho nada. Empieza la bronca. Váyase. No quiero. El profesor le coge la mochila y se la deja junto a la puerta. ¡Váyase! No quiero y, además, a mi no me grita ni mi padre. El profesor se dirige a algún alumno o alumna y le ruega que vaya a por algún Jefe de Estudios. Llega un Jefe de Estudios y le dice amablemente que le acompañe. Pero el individuo que todavía no se ha movido del sitio, dice que no, que le ha gritado el profesor y merece una reparación. Por favor, salga y evitemos problemas. Si salgo es porque me pasa por las narices, pero yo paso de ti. De acuerdo, pero salga. El individuo sale por la puerta con parsimonia y chulería dirigiéndose hacia la escalera que lleva al aula de convivencia. Será su segundo round, piensa. Pero el Jefe de Estudios le llama y le enseña la puerta de la calle. Váyase a su casa. ¿A mi casa? Sí, a su casa. No tiene derecho, soy menor de edad y tengo que estar escolarizado, ¡se acordará de mi! (…)

Atrás ha quedado una clase sin tiempo para dar clase, un profesor que no tendrá ánimo para dar las siguientes, un alumnado que se va de vacío, un Jefe de Estudios rellenando papeles y unos padres que se lamentarán por la clase en la que cayó su hijo o hija.

Muchas veces me pregunto: ¿por qué el derecho a la educación de alguien que no quiere ser educado puede prevalecer sobre el derecho a la educación de tantos otros? O con otras palabras, ¿qué nefasto sistema permite llegar hasta aquí a estos individuos?, ¿qué nefasta ideología pedagógica obliga a mantenerlos? Si fueran los hijos de estos ideólogos los que tuvieran que sufrir a estos individuos otro gallo cantaría.

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