miércoles, 24 de noviembre de 2010

Don Vidal Gómez Curto (23-11-2010)

Don Vidal Gómez Curto

“En toda parroquia hay un hombre que nos toma del seno de nuestra madre y no nos deja hasta la tumba…; un hombre a cuyos pies los cristianos depositan sus más íntimas confesiones; un hombre que por no ser de ninguna clase, pertenece a todas…; un hombre cuya palabra cae sobre las inteligencias y los corazones con la autoridad de una misión y el imperio de una fe que no engaña”, escribe Josep Pla, citando a Lamartine, en referencia a la figura del sacerdote. Y fue lo primero que recordé al sentarme frente al cuerpo sin vida de mi amigo don Vidal, sacerdote y profesor, quien fuera párroco de La Roda, de la Gineta y profesor de Instituto, con el que compartí trabajo, ilusiones y confidencias, además de comidas a orillas del Júcar.

De origen sencillo, nació en el seno de una piadosa familia en el pueblo salmantino de Umbrales. Licenciado por la Universidad de Salamanca, fue un hombre de gran cultura. Gustaba en hablarme de sus tiempos del seminario, de sus profesores y compañeros. Pero fue la diócesis de Albacete la que ocupó su vida. Hombre con iniciativa y entusiasmo pasó gran tiempo en La Roda donde, además de párroco, fue profesor del Instituto Doctor Alarcón Santón. Allí le conocí rodeado siempre de alumnos que le acompañaban hasta en el recreo y entre los que se encontraban siempre los mejores. Los conocía a todos perfectamente, a igual que a sus familias. Se interesaba por todos, escuchaba a todos. Y se reía, con esa risa característica con la que iniciaba su punto de vista. Aún le oigo decir: ¡pero Javier …! Y creo que en ello estaba uno de sus ganchos. Escuchaba y apostillaba sin sentenciar, despidiéndote con la sensación de que podías comerte el mundo. Porque su visión era siempre optimista, esperanzada, positiva. “Si lo has hecho mal hasta aquí, comienza a hacerlo bien ahora”, y ya está. Así de simple.

Quizás porque tuvo que ver en algunos de sus compañeros los desórdenes que siguieron al Concilio Vaticano II, fue un hombre de mentalidad abierta que conjugó admirablemente con su fidelidad a la doctrina de la Iglesia. Entusiasta del cardenal Tarancón, estuvo siempre pendiente de los consejos de la Conferencia Episcopal española y de extender los mensajes de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. Gran devoto de la Virgen a la que escribía sonetos, amaba las celebraciones sacramentales para las que se preparaba concienzudamente. Fomentaba las tradiciones religiosas de los pueblos por los que pasó. Todavía recuerdo el cariño con el que me leyó las palabras que tenía preparadas para un acto de la Gineta, no sabría decir cuál. Disfrutaba casando a sus exalumnos y, en más de una ocasión, tuvo que recorrer cientos de kilómetros para hacerlo. Bautizó y dio la primera Comunión a muchos hijos de aquellos. Personalmente, tuve la suerte de que concelebrara en mi boda.

Con todo, fue un gran director de almas. Como prueba el hecho de que en su casa siempre había alguna visita. Asiduos unos, intemporales otros. No solo en su tiempo de acción, sino que estando ya jubilado, su casa era siempre visitada. Te abrían la puerta Pepi o Mercedes, mayormente Pepi en los últimos años, sus hermanas, quienes como Marta y María hicieran con Jesús, estuvieron siempre a su lado para que tuviera tiempo de ocuparse en lo único importante para él: la labor de almas.

Instalado ya en Albacete, ejerció como profesor del Instituto Andrés de Vandelvira, donde volvimos a coincidir. Allí se jubiló prematuramente porque la diabetes había gangrenado uno de sus pies. Y esta fue la única vez que le vi perder algo de alegría, no tanto por la pérdida de parte de un pie como por tener que dejar la enseñanza. Era un profesor vocacional y abandonar las aulas le dolió en el alma. Pero se sobrepuso, dándonos ejemplo de fortaleza. Y continuó volcándose en los encargos que el obispado le dio, así como en atender a las numerosas personas que iban a visitarle.

Murió en la madrugada del sábado pasado y, ya en el domingo, su cuerpo fue trasladado al cementerio de Umbrales, 90 km más allá de Salamanca. Allí quedarán sus restos, pero su amor a la Iglesia, su humanidad, su sencillez y su entrega han dado fruto entre nosotros. Me siento un poco más solo. Yo decía que era “mi cura (mi sacerdote) para todo”, un auténtico todo terreno. Me consoló el salmo de la misa del domingo: “Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén”. Él ha vuelto a Umbrales, su pueblo, pero sus pies pisan ya los umbrales de la Jerusalén Celestial. Descanse en paz, don Vidal.

2 comentarios:

  1. Ha escrito usted un articulo muy bonito sobre Don Vidal, yo tambien lo conocia y el era asi como usted lo describe.Descanse su alma en paz.

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  2. Yo soy de su pueblo: Lumbrales, no Umbrales. Lo recuerdo con cariño. Cuando iba por allí, los veranos, siempre se agradecía su presencia. Cuando era un crío él mismo, con Jesús, Durán que acaba de morir, Pepe y otros seminaristas más jóvenes como Miranda, Julio, Miguel,.., nos alegraban las tardes de verano de los sesenta a los setenta con sus comedias y sus diabetes. Descanse en paz.

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