jueves, 4 de noviembre de 2010

Apuntes sobre una meta extraordinaria (02-11-2010)

Apuntes sobre una meta extraordinaria

“Esperaban seguros la inmortalidad” (Sb 3, 4)

En la tarde del pasado domingo, a las cuatro, y en el lugar del martirio, que viene indicado por una cruz, se celebró la Misa conmemorativa de la beatificación y de acción de gracias por el testimonio fiel del que fuera párroco de Pozuelo durante nueve años, don Rigoberto de Anta y de Barrio. De él se dice que fue un sacerdote modélico, de carácter alegre y jovial, lleno de simpatía y unción sacerdotal, muy generoso con los pobres.

Por la única razón de ser sacerdote fue detenido, a principios del mes de agosto de 1936 en el cuartel de la Guardia Civil de Peñas de San Pedro, para ser cruelmente asesinado el día 24 del mismo junto a varios seglares y el coadjutor, don Antonio Zamora López. Fue don Rigoberto el último en ser asesinado y, después de dar la absolución a los demás, cuando le tocó el turno, dijo en voz alta sus últimas palabras: Perdónalos, Señor, como yo les perdono.

No es mi propósito recordar la “otra memoria histórica”, menos aún sirviéndome de alguien que tuvo grandeza de ánimo para perdonar a sus verdugos. Mi interés, en estos días en los que los cristianos de todo el mundo visitan las tumbas de sus seres queridos, es traer a la actualidad una cuestión esencial en la vida del hombre que, a diferencia de aquellas más baladíes que proponen algunos, tiene consecuencias positivas para el progreso de la humanidad. La cuestión, como habrán adivinado, no es otra que la posibilidad de que haya otra vida después de la muerte. Una cuestión que, al menos, es tan razonable como su contraria. Por lo que no entiendo el porqué algunos se empeñan en no considerarla.

¿Existe vida después de la muerte? Y, si existe, ¿es tal como el cristianismo nos la ha mostrado desde hace dos mil años?

Si Tales de Mileto, después de caer en una zanja mientras andaba contemplando las estrellas, recibió la pregunta: “¿cómo podéis saber qué ocurre en los cielos si no veis lo que se encuentra a vuestros pies?”, parece lógico que algunos se planteen: “¿cómo voy a saber si hay otra vida si no soy capaz de entender la que tengo?”. Interrogante éste para el que, tan sólo seis siglos después de Tales, contábamos ya con nuevos datos. Los mismos que llevaron a Pascal, otro gran matemático, a afirmar que “por si acaso” él prefería vivir como si la hubiera.

La cuestión surge también mediante otras consideraciones. Como, por ejemplo, la que Stefan Zweig formula por boca de uno de sus personajes: “¿para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se están llevando nuestras últimas huellas?” (Méndel el de los libros). Una pregunta que, en estos días, muchos nos hemos hecho mientras arreglábamos las flores de los nichos. Y que sugiere la necesidad de que exista algo después. Aunque sólo sea para hacer justicia a esa gente maravillosa que nos ha dejado. Y, en consecuencia, para hacer justicia a esa gente heroica y anónima con la que convivimos.

Como he dicho, tan sólo seis siglos después de Tales ya contábamos con nuevos datos. Todo empezó en tiempos de Augusto, emperador de Roma, siendo Quirino gobernador de Siria. Todo empezó en una cueva. Y con palabras de Juan Pablo II: “Cristo abrió para toda la humanidad la perspectiva de la vida eterna más allá de los límites de esta historia sobre la tierra” (Memoria e identidad). Afirmación que completa con esta otra: “Este es el extraordinario destino del hombre”.

Un destino que nuestro beato Rigoberto creyó y vivió hasta el punto de perdonar a aquellos que le quitaron esta vida. Un destino que, en pleno siglo XXI, lleva al martirio a cientos de cristianos que continúan el testimonio iniciado con los primeros mártires de Roma. Y, es que, como escribió Benedicto XVI, “el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva a una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Spe salvi).

Palabras que, de forma más llana, se hacen evidentes en el diálogo que el mártir Tomas Moro mantuvo con su esposa Alice después de que esta le pidiera que abjurara: “Bueno Alice, y ¿cuánto tiempo crees que aún podría disfrutar de la vida?”. “Por lo menos veinte años, si Dios quiere”, contestó ella. “Querida mujer, no vales para negocios. ¿Quieres de verdad que cambie la eternidad por veinte años?”

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