domingo, 19 de diciembre de 2010

Croquis de una ruta (21-12-2010)

Croquis de una ruta

Lo malo de escribir una columna de opinión es que hay que hacerlo sobre los más recientes acontecimientos como si fueran estos los únicos que merecen interés. Como si la clave del futuro estuviera siempre en el presente inmediato. Como si el pasado no contara, que es otra forma de decir que el presente no cuenta para mañana. Y esto, evidentemente, no es así. Porque, aun habiendo acontecimientos que no son más que flor de un día, sin trascendencia, hay decisiones del pasado que van a influir constantemente en el futuro.

Me explicaré. Zapatero partió sin premisas económicas, no solo porque no sabía de economía sino también porque esta iba bien, al menos aparentemente. Así que, resuelto –por otros- el único tema que podía crearle dificultades, pensó que su política debía girar en torno a una transformación de la sociedad que, junto al mantenimiento de sus votantes, le permitiera alcanzar el voto de grupos más radicales. Además de que los necesitaba para invadir la calle con sus proclamas y crear el estado de opinión que convenía a su teoría. La experiencia del 13-M con los grupos intimidatorios ante las sedes del PP era buena prueba de esta necesidad.

Y, es que, Zapatero es un teórico, pero con una sola teoría: la transición política se ha alejado de los objetivos que parte de la izquierda se propuso en los años treinta del siglo pasado, así que hay que volver a reivindicarlos aun con el riesgo de cargarse el espíritu de la transición. Y para ello necesitaba de la izquierda más radical porque la otra, la de Felipe, se había aburguesado.

Dos iban a ser los motivos aglutinadores: la ideología de género y la ecología, esta última en manos de Izquierda Unida a su llegada. La referencia continua a un nuevo tipo de familia, con la que pretendía cargarse la familia tradicional, y al cambio climático, con el que se evadía de los problemas inmediatos, llenaba sus intervenciones públicas.

Pero hacía falta crear un clima que invocara aquellos años idílicos –idílicos para él, de terror para la historia-, clima que iba a conseguir mediante la Ley de Memoria Histórica. Una ley que le permitiría reescribir el pasado a su gusto y aislar al centro derecha. Sentimiento que le hizo decir una de sus primeras mentiras: “voy a gobernar para todos los españoles”. Porque para él los que no son de izquierdas no cuentan. Hasta el punto de querer ganarse también a la izquierda abertzale. Objetivo este con el que pondría la guinda a su teoría y por el que pasaría a la historia no solo como el Gran Reformador sino también como el Pacificador –aunque ahora más bien parezca el Gran Dictador-. Lo que dio alas a un terrorismo al que el anterior Gobierno tenía totalmente acorralado.

Consciente del papel de la educación, anuló la ley que acababa de aprobar el Congreso para sustituirla por una copia de la LOGSE que tal malos frutos había cosechado anteriormente pero que convenía a su propósito de igualar por abajo. A la vez que incorporaba una asignatura de carácter ideológico, semejante a la Formación del Espíritu Nacional impartida en tiempos de Franco, con la que adoctrinar a niños y jóvenes. Asignatura mediante la que el Estado sustraía a los padres el derecho de educar moralmente a sus hijos.

En política exterior, se hizo tristemente célebre porque en su deseo de congratularse con los manifestantes contra la guerra de Irak –desaparecidos hoy ante la de Afganistán- resolvió de manera unilateral dejar solos a nuestros aliados. También fue tristemente célebre por la afrenta que, desde su silla, infringió a la bandera del que había sido nuestro mejor aliado en los últimos años. Más tarde, después de perder en Europa la firme posición alcanzada por su predecesor –el innombrable, ante el que destila odio- y de comprobar que no conseguía nada con su discurso trasnochado, se erigió como interlocutor entre Europa y los países menos democráticos del continente americano. Finalmente, buscando el protagonismo internacional, ideó la Alianza de Civilizaciones alineándose con países dudosamente democráticos. Y mientras todo iba bien se dedicaba a hacer lo que mejor sabía: posar para las fotos, hablar de posibles problemas del futuro y pregonar un “buenismo” universal que chocaba con la división interna que él mismo estaba propiciando en su propio país.

Desgraciadamente, su visión profética no resultó eficaz a corto plazo y calificó de antipatriotas a aquellos que querían hacerle ver que se avecinaba una gran crisis económica. Su discurso fue defendido en un debate televisivo en el que un viejo zorro –que ha prometido ya en dos ocasiones la creación de un millón de puestos de trabajo, habiendo fracasado en ambas- vapuleó a un inexperto político que sabía mucho de economía y cuyos pronósticos se han cumplido palabra por palabra. Otra vez, el valor de la imagen al que tanto apego tiene Zapatero iba a darle su segunda legislatura.

Llegada la crisis, intentó convencer a las masas de que sería breve, de ahí sus continuas alusiones a unos “brotes verdes” que solo él veía. Y, con la cartera llena, se dedicó a la única política económica que conocía: la de las subvenciones. A la vez que se ensañó con empresarios y funcionarios, haciendo culpables a estos últimos de la falta de liquidez de su cartera. Y podía hacerlo porque contaba con el apoyo de los dos principales sindicatos, encargados de dulcificar la situación y de hacer responsable a empresarios y oposición de los malos resultados obtenidos con las medidas del presidente. Medidas como el Plan E o la ley de economía sostenible, subvencionista una, llena de palabrería hueca la otra.

Por fin llegó la noche del 12 de mayo de 2010, una noche que debió de pasar en vela ante tanta llamada telefónica. Llamadas que le urgían a la responsabilidad y a abrir los ojos porque todo se venía abajo. España se venía abajo. Pero como confiaba en su palabra hueca y en su imagen, mareó la perdiz con algunas medidas y distrajo a los no parados con otros asuntos.

Así llegamos al 3 de diciembre en el que, viendo que todo estaba perdido, hasta él mismo está perdido dentro de su propio partido, no tuvo más remedio que adoptar las medidas que desde fuera le imponían. Que otras hubieran sido de haber actuado con diligencia y seriedad desde el principio. Pero obsesionado por la imagen el aprendiz de Stalin buscó una víctima, odiada por todos, para distraer la atención de los medios de comunicación. Una víctima que también le permitía difamar a la oposición. Eran los controladores aéreos. Y al estilo del mejor Stalin, aquel presidente que hablaba de talante y diálogo en los días previos a su primera investidura, llamó al ejército para resolver al instante un problema que su diálogo llevaba casi siete años sin resolver.
Así está ahora España, en estado de alarma, como en aquellos horribles años treinta, hipotecada para los próximos diez años, con un número tal de parados y de hogares en los que no entra un euro, que solo un Gobierno de izquierda rancia como la que ha ejercido Zapatero puede apaciguar, con la ayuda del ejército, claro. ¿Quién quiere esta pelota caliente?

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