El año pasado,
por estas fechas, preparaba una conferencia que llevó por título “Emergencia
educativa”, expresión tomada de Benedicto XVI. Un año después, en estos días,
he leído sendos artículos periodísticos de Olegario González de Cardenal (Dios,
¿un juguete roto?) y Juan Manuel de Prada (La gloria de la carne) que me han llevado
a repensar algunas de las notas de aquella conferencia para el presente
artículo.
No concibo una
educación completa sin la presencia de lo sagrado, sin la posibilidad de Dios. Negar
u omitir esta posibilidad es un fraude hacia el educando. Es dejarlo inerme en
un mundo en el que lo material se demuestra siempre insuficiente. Es decidir
por él, cerrarle los oídos y los ojos a una realidad –la espiritual- sin la que
la vida se queda coja. Más cerca o más lejos, Dios debe ser la referencia de
todo educando.
En esta
fundamental tarea, son los padres -educadores tanto por derecho como por
obligación- los primeros responsables. Después vendrán los maestros y profesores,
cuya elección no puede ser neutra, no es indiferente. Pues, del mismo modo que se
busca a aquellos que mejor puedan enseñarles matemáticas o historia, por citar
dos saberes, también se debe cuidar la elección de quienes van a continuar las
enseñanzas religiosas de la familia. Por eso cabe siempre preguntarse: ¿en
manos de quién está la educación?, ¿en qué manos hemos dejado a nuestros hijos?
Con todo, es
en el hogar donde el educando debe comprobar el valor de la creencia religiosa.
Una creencia que se torna testimonio no puede ser nunca rechazada. Y aunque, en
ocasiones, pueda parecer que no se tenga en cuenta, el tiempo acaba
convirtiéndola siempre en un arma poderosa para vivir la vida. Más pronto o más
tarde se busca a ese Dios al que se rezó en el hogar, se anhela su consuelo y se
precipita el diálogo. Y, es que, el Dios de los hogares españoles no es un dios
distante, ajeno a los problemas y alegrías de los hombres, no es el mero
relojero que se desentendió de él, sino un Dios que se hizo hombre, padeció y
murió por a los hombres, fue sepultado y resucitó.
Hoy se
escriben con éxito muchos libros sobre testimonios. Su fuerza radica en dos
aspectos: la calidad del testimonio y la calidad de la narración. Pues bien, en
lo que nos afecta, tenemos el testimonio más sorprendente de la historia: un
Dios que se hace hombre para hacer felices a los hombres. De manera que para el
éxito ya sólo queda que lo narremos bien, pero no por escrito, ni de palabra,
sino narrarlo en nuestra vida.
Hay que saber
contar la historia. Tenemos que saber contar La mayor historia jamás contada, como rezaba el título de aquella
película. Tenemos que mantener a nuestros hijos maravillados. En permanente
asombro, como gustan en decir los grandes científicos. No es magia, es misterio.
Y, es que, como decía Gustave Thibon, sin
el misterio la vida se hace insoportable. Nosotros y nuestros hijos
necesitamos del misterio.
Por suerte,
todo esto sucede en el hogar, donde la pedagogía es en gran parte invisible.
Porque nosotros, los cristianos de a pie, llevamos a Cristo a la familia cuando
somos otros Cristos. Es decir, cuando actuamos como Él nos enseñó, pero nadie
da lo que no tiene y hay que conocer bien la historia, el misterio. No son
nuestras palabras sobre Cristo lo que nos hace cristianos, sino nuestro actuar
como Él. Algo que no se puede lograr sin oración, sin vida de piedad, sin
lectura meditada del Evangelio, sin la lectura espiritual de tantos textos que
hoy nos ofrecen los Papas.
Parece
que los cristianos dejan inadvertidamente al Espíritu Santo la educación de sus
hijos: Lo del Espíritu Santo es por decir algo, pues bien hubiera podido
escribir “abandonan al viento”. Olvidan que para educar, hay que aprender de Él
que es el único maestro.
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