Alexandre
Grothendieck (1928) es un matemático de reconocido prestigio al que se le
concedió en 1966 la Medalla Fields, el equivalente matemático del Premio Nobel.
Y es posible que hubiera ido a recogerlo si el premio no hubiera sido entregado
en la Unión Soviética. También rechazó el Premio Crafoord de la Academia Sueca
de las Ciencias, dotado muy bien económicamente, porque «dado el declive en la
ética científica, participar en el juego de los premios significa aprobar un
espíritu que me parece insano». Les cuento estos hechos para
introducir gradualmente una de sus decisiones más conocidas: abandonarlo todo e
irse a vivir de incógnito a algún pueblo de los Pirineos. Aunque lo de los
Pirineos lo supe después, que lo que yo sabía es que había abandonado las
matemáticas y se había ido a criar gallinas. Un cambio verdaderamente
revolucionario.
Y esto es,
creo, lo que necesita la educación actual, un cambio revolucionario, pues se
trata de dar la vuelta (una revolución exactamente) a la perspectiva actual. Ya
teníamos que haberlo hecho antes pero entonces poseíamos demasiado dinero para
pensar en lo esencial. En esa vuelta, lo de arriba –aquello de lo que partíamos
hasta ahora- debe pasar abajo y lo de abajo –lo que es el sustrato de toda ´buena
educación- debe subir arriba. No quiero decir que este sustrato no estuviera
presente anteriormente, pero si lo estaba es claro que se ocultaba entre
demasiada metodología de despacho, mucha burocracia, algunos tics psicológicos
y otro tanto de tecnología mal utilizada.
Los centros
educativos no surgieron para resolver el problema laboral de los adultos,
tampoco se originaron para entretener a la juventud, menos aún para mantener
vigilados a los niños mientras sus padres trabajan. No son escuelas de oficios,
ni todos los conocimientos que imparten deben ser de utilidad inmediata. Los
centros educativos surgen para formar a los jóvenes en su doble dimensión; en
la personal, para que cada uno de ellos llegue a ser lo que tiene que ser y, en
la social, para que todos ellos contribuyan al bien común. Sólo una sociedad
culta, escribirá Ganivet, puede llegar a ser una sociedad libre.
Dar y recibir
formación, lo que con mayor propiedad se resume en el binomio
enseñanza-aprendizaje, es la tarea por excelencia de los miembros de la
comunidad educativa. Todo lo demás debe ser dirigido hacia ello o está fuera de
lugar. Y, en esta tarea, la mitad del camino se realiza en el hogar. La otra
mitad se alcanza en el centro educativo y depende, en gran medida, de la actitud
del alumnado; porque el profesorado –que sería el tercer elemento- tiene en
España una formación que supera en mucho los conocimientos que debe impartir.
La revolución
que propongo es una vuelta a los motivos originales que inspiraron los centros
educativos, a la esencia de la propia enseñanza. La vuelta a los papeles
auténticos que se encomiendan a los distintos miembros de la comunidad
educativa.
El profesorado
no puede disiparse con reivindicaciones laborales que le colocan a la altura de
esos funcionarios que no quieren ser. Menos aún movilizar al alumnado para que
participe en esas reivindicaciones. Los padres deben mostrar a los hijos la
importancia de aprender, algo que no se logra sin esfuerzo y respeto al
profesorado. Y esta es la principal revolución, porque la crisis educativa no
responde a carencias materiales sino que es, más bien, una falta de estudio
esforzado. A lo que se suma un cínico escepticismo por parte de algunos padres
y profesores frente a la importancia de la adquisición de conocimientos.
Actitud que se contagia por ósmosis a
hijos y alumnado. Cínico escepticismo que forma parte del relativismo general
que profesa explícitamente parte de nuestra sociedad e, implícitamente, el
resto.
Recuperadas
las esencias, sólo cabe hacer lo que se pueda con lo que se tiene, con
imaginación y creatividad. Contar más con lo que somos que con lo que tenemos o
ponen a nuestra disposición, que es casi nada o, a lo más, mucho menos que
antes.
Finalmente, me
pregunto si todo esto será posible. Los cambios, aunque sean organizativos y
coyunturales –como son las medidas del Real Decreto tan vituperado-, son
siempre difíciles de asimilar. Pero el principal obstáculo no proviene del
cambio sino de la demagogia política que lleva años desangrando nuestra educación.
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