“Fuego/ Dios
de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob,/ no de filósofos, ni de sabios./
Certeza, certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz./ Dios de Jesucristo/ …”,
son palabras del Memorial de Pascal, un poema místico y quizás el más célebre
texto de ese gran científico, que me vienen a la cabeza al recordar que el
próximo jueves, 11 de octubre, comenzará el “Año de la fe” promulgado por su
santidad Benedicto XVI.
Fuego que
purifica las imágenes y los conceptos demasiado humanos de Dios, fuego que
simboliza también el ardor de la caridad y que recuerda el “Incendium amoris”
de san Buenaventura o la “Llama de amor viva” de nuestro san Juan de la Cruz.
No es un dios abstracto, sino concreto, el de Abraham, Isaac y Jacob, el que en
Jesucristo sufre por salvar a los hombres, Dios de carne y hueso.
Certeza que no
es solo racional, no solo luz, sino también emoción experimentada aunque solo
sea por una vez. Conmoción afectiva y sicológica, aunque sólo sea por un
instante. Y basta el instante para superar la soledad con la que nos prueba el
silencio de Dios. Basta el instante para conocer que en medio de toda la propia
miseria siempre podemos encontrar un pequeño, a veces infinitésimo, agujero de
luz en el que reside la paz que da la certeza. El conocimiento no se borra, a
lo más se olvida. Y siempre hay un momento de luz en el que todo retorna.
Alegría que,
repetida cinco veces en el Memorial, es su nota predominante. “Pascal
–escribirá Yves Chiron- desea conservar el recuerdo de una paz que, por fin, ha
encontrado (certeza, paz). Ha experimentado esta paz dejándose atravesar por el
fuego de la Palabra de Dios y su Amor”. La misma que le lleva a la alegría,
“lágrimas de alegría”, escribirá Pascal. Algo que no olvidará y que no quiere
olvidar, motivo por el que se recose periódicamente el Memorial en el interior
del jubón. Así recordará que tiene que “seguir siendo fiel a las gracias
recibidas”. Igual que nosotros, ¿verdad?
He aquí a un
científico importante, a un matemático célebre, al que momentos antes de su
muerte y preguntado por el confesor que lo atendía por los principales
misterios de la fe, respondió: “Sí, señor, creo todo eso y con todo mi
corazón”.
Benedicto XVI,
hace ahora un año, escribió una carta (Porta Fidei) que podría o debería marcar
los hitos del caminar en este año. Descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos
con la Palabra de Dios, releer de manera apropiada los textos del Concilio del
que en esta fecha celebramos el cincuentenario de su apertura, convertir la fe en
ese nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del
hombre, redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de
comunicar la fe, abandonarse en la fe para poseer la certeza sobre la vida
propia, intensificar la celebración de la fe en la liturgia, hacer que el
testimonio de los creyentes sea cada vez más creíble, usar el Credo como
oración cotidiana, llevar a la oración el Catecismo, tener la mirada puesta en
Jesucristo, intensificar la caridad, … En definitiva y tal como dijo en sus
últimos días el apóstol Pablo a su discípulo Timoteo: “busca la fe con la misma
constancia que cuando eras niño”.
“Confiemos
–escribirá al final de su carta Benedicto XVI- a la Madre de Dios, proclamada
bienaventurada porque ha creído, este tiempo de gracia”.
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