En su España Invertebrada, dice Ortega que “existe en la
muchedumbre un plebeyo resentimiento contra toda posible excelencia”. Afirmación
que sigue siendo válida en un país donde sólo pronunciar dicha palabra hace
arquear las cejas o mirar con sospecha al que la emplea.
“Y luego de haber negado a los hombres mejores –continúa Ortega- todo
fervor y social consagración, se vuelve a ellos y les dice: No hay hombres.”
Que es lo que pasa todavía, que después de descalificar la superior calidad o
bondad de alguien o de algo que lo hace digno de aprecio tenemos el cinismo de
quejarnos de que “no hay hombres”. ¿Cómo va a haberlos si han sido degradados
precisamente por su excelencia o por aspirar a ella? Gracias debemos dar porque,
a pesar de las trabas, surgen jóvenes y menos jóvenes con alguna excelencia. Y
mucho tenemos que pensar sobre el esfuerzo de éstos, sobre lo que habrán pasado
en sus vidas para lograrla o mantenerla. Ellos sabrán, porque facilidades no han
tenido, ni tienen.
En este último año, no obstante, el Gobierno ha hablado sin tapujos de
excelencia en la enseñanza. La propone entre sus fines. Quizás porque el
Informe Pisa nos la niega continuamente, quizás porque están convencidos de que
no hay manera de enseñar cuando las metas y objetivos propuestos no son lo
suficiente elevados. Que para quedarse cortos siempre hay tiempo. Quizás porque
se habla demasiado de nuestras carencias, que “no hay hombres” para esto o para
aquello, quizás porque el tiempo urge la aparición y emulación de los mejores,
de las mejores.
Dice el profesor Antelo Montero en su artículo “En búsqueda de excelencia
académica” (tecleen en internet excelencia académica) que la excelencia humana
adquiere básicamente cuatro formas: “Excelencia en el desempeño, que es físico; excelencia
en la creación o realización, que es arte; excelencia en el pensamiento, que es
intelectual; y excelencia en el carácter o integración social, que es moral”.
Y, después de leer
esto, me sorprendo cuando algunos manifiestan su estupor al oír hablar de
excelencia. ¿Qué padres no desearían proponer a sus hijos las formas de excelencia
citadas? Más me sorprendo cuando quienes exigen calidad no tienen rubor en
denostarla, sin advertir que la excelencia y la calidad están estrechamente
ligadas. Esto es, piden calidad y niegan la excelencia, que es lo mismo que
intentar comer sin querer abrir la boca. Quizás porque temen que sus hijos se
queden fuera, quizás porque miden a sus hijos por lo que ellos son, quizás
porque los temen perder si la persiguen y alcanzan, quizás porque no comprenden
su significado, quizás.
He dicho que la
excelencia y la calidad están estrechamente relacionadas, pero esto no
significa que sean equivalentes. La excelencia implica calidad, pero no lo
contrario. La excelencia es la suprema calidad. Es como el turrón, hay de
calidad y de calidad suprema, que es el excelente. Pero no todos entienden de
turrones. Y esto mismo sucede con la excelencia, que no todos entienden de
ella. Que hay quienes no son capaces de entenderla porque no forma parte de su
vida, porque por las razones que sean nunca se la han planteado. Algo que sería
lógico en el caso del turrón pues a mayor calidad mayor precio. Pero que no es
lógico cuando lo que se plantea es una enseñanza pública guiada por la idea de
excelencia. Porque una de las exigencias de la misma será la igualdad de
oportunidades. Que todos los jóvenes puedan aspirar a ella. O que, al menos,
cada uno alcance su propia excelencia. Que es lo que el Gobierno está
planteando. Que desde un conjunto de valores de distinta índole los jóvenes
alcancen su individual excelencia para que, de entre los que lo consigan, surja
la excelencia objetiva que permita a la sociedad tener modelos a los que imitar
y en los que apoyarse.
Ejemplos de honestidad, de trabajo intelectual, de
entrega a los demás. Unamuno hablaba de héroes, poetas y santos. Llámenlos como
quieran, pero como decía Galileo en el prólogo a uno de sus Diálogos, “quien
más altas tiene las miras en mayor grado se diferencia”. Y aquí, en este
tiempo, se necesita gente diferente a la mediocridad acostumbrada. Gente que
tire para arriba sin espectáculo, que genere como piedra echada al agua
círculos concéntricos de excelencia. Negar esta realidad es quedarnos como
estamos y permitir que sean los hijos de otros y no los nuestros los que se
beneficien de ella. Y permitir que las diferencias se perpetúen por la cerrazón
de algún plebeyo resentido sería inadmisible.
Muy de acuerdo, y para que haya excelencia, tiene que haber alguien arriba haciendo señales reconocibles, atractivas que los jóvenes puedan percibir y ponerse en camino. Qué responsabilidad la de quienes estamos en la educación. Un abrazo.
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