El jueves pasado
recibí la primera felicitación navideña. Escribir una felicitación con un mes
de antelación puede parecer un exceso, pero es también un recordatorio sobre la
inminencia del acontecimiento. Así que, lejos de considerarlo un despropósito,
lo entiendo como un aviso a navegantes. Despierta, se acerca la luz, renueva tu
esperanza y prepárate para que esa Noche Santa –Nochebuena- no te coja por
sorpresa, para que la cena no oculte lo que la motivó. O algo así.
También el pasado jueves compré el libro de Benedicto XVI, La infancia de
Jesús, que tanto juego ha dado a algunos articulistas cuando todavía no lo
habían leído. Y no me preocupan tanto los comentarios de algunos descreídos articulistas
como las preocupaciones suscitadas entre algunos cristianos. A los primeros, ni
les va ni les viene el que haya o no animales o pesebre, de hecho hace tiempo
que sustituyeron la imagen de la gruta de Belén por paisajes nevados donde
niños angelicales construyen muñecos de nieve o patinan sobre cuchillas.
Lo que me preocupa, como digo, son los cristianos, porque sus
preocupaciones no son más que la demostración de una realidad: la escasa
formación en su propia fe. No es que
quiera decir que no hayan leído un libro de teología en su vida, sino que ni
siquiera han leído los evangelios. Y esto último sí que es preocupante. Que un
articulista descreído se entere ahora de que el buey y la mula no aparecen en
ningún pasaje de los evangelios es comprensible, a la vez que muestra lo
atrevida que es la ignorancia. Pero que lo desconozca un cristiano es cosa más
seria.
Ahora bien, lo más irrisorio de esta situación –si algo cómico hay en ella-
es que se habla sin haber leído el libro y, más aún, que ni a los propios
afectados se les ocurre leerlo para salir de dudas. Paradójicamente, mientras
que se habla de lo difícil que es tener fe en la palabra revelada, no se duda
en aceptar la palabra de cualquiera. Hoy basta un sofista que haya leído alguna
página de un libro para crearnos la duda. Qué bien nos va a venir este Año de
la Fe para que –como dice Benedicto XVI-
descubramos de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios y
el Pan de Vida, a la par que redescubrimos los contenidos de la fe profesada,
celebrada, vivida y rezada. Por cierto, en la página 77 pueden leer: “Ninguna
representación del nacimiento renunciará al buey y el asno”. Quédense
tranquilos.
Quien haya leído con anterioridad las meditaciones del cardenal Ratzinger
sobre la Navidad (en la editorial Herder pueden encontrar un librito que
contiene varias de ellas), descubrirá que el libro sigue el mismo esquema en lo
referente a la Natividad. Sólo que ahora incide más en las cuestión exegética
aportando las opiniones de exégetas varios. Hay, en su forma, más pretensión
por ilustrar la mente que por caldear el corazón. Se ve más al profesor
renombrado que al sacerdote.
Pero quien lea el libro descubrirá por qué son conocidos como misterios la
Encarnación y el Nacimiento. Y cuando acaben de leerlo entenderán mejor el hilo
que une aquellos misterios al misterio de la Cruz. Desde entonces, les será
imposible contemplar apresuradamente los misterios gozosos del Santo Rosario.
Una joya para los cristianos, un buen libro para los descreídos.
Bendita
polémica que va a contribuir a que se conozca nuestra fe, que no depende de
bueyes, ni de asnos, que es “don de Dios y acción de la gracia que actúa y
transforma a la persona en lo más íntimo”. Por cierto, debo dejarles, no vaya a
ser que se acaben los bueyes y los asnos en las tiendas y no pueda completar mi
belén. Falta un mes, pero hay que preparase.
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