En matemáticas hay
unos números que no fueron considerados como tales hasta el siglo XIX. Tienen
que ver con la raíz cuadrada de un número negativo y, cuando aparecían en un
cálculo, eran descartados porque no cabía imaginar un número con cuadrado
negativo. No obstante y a pesar de la aparente falta de sentido, cada vez más físicos
y matemáticos los aceptaron porque aplicados a problemas reales permitían
llegar a soluciones reales. En dos palabras: tenían utilidad. No estaban al comienzo
de un problema, ni en su final. Surgían en su desarrollo y, paradójicamente,
sólo al admitirlos podía llegarse a la solución del mismo. Eran como un puente
entre dos realidades, pero un puente imaginario. Se llamaron números
“imaginarios” y, como dijo alguno, salvaron muchas vidas, pero esto sería otra
historia.
Los traigo a colación
porque deseaba hacer una analogía (en parte igual y en parte diferente) entre
ellos y esa otra dimensión humana que es la espiritual. Y, aún más, entre ellos
y la fe en Dios. Porque uno de los problemas más acuciantes de esta sociedad es
que se niega a los jóvenes la posibilidad de contar con Dios. Y, en esta
analogía, es muy válido eso de contar.
Uno puede vivir como
si Dios no existiera, allá él; pero en cuanto responsable de la formación de
otros, no puede negar esta opción. Aun considerándola como una hipótesis, sería
inaceptable silenciarla. Más aún en un mundo donde los niños están expuestos,
cada día, al bombardeo de todo tipo de teorías, la mayoría de las cuales no
resisten más de cincuenta años.
El hecho de que
conociendo a Dios el hombre tiene la posibilidad de descubrirse a sí mismo, su
propio origen, su destino, la grandeza y la dignidad de la vida humana, no es
algo a menospreciar. Y ante los problemas de muchos jóvenes –como los de tantos
otros adultos-, la fe puede aportar un “saber” que da sabor a la vida, “un
gusto nuevo de existir, un modo alegre de estar en la vida”. Por tanto, negar a
la juventud el que incluya a Dios en su propia álgebra es cerrar un puente que,
en ocasiones, es el único que permitirá llegar victorioso a la solución de los
problemas más acuciantes de la vida ordinaria.
Y visto así, la
difusión de tal hipótesis –llámenla como quieran- no puede reducirse a ámbitos
estrechos y reducidos. Es una cuestión tan esencial que exige que todo joven
sea ilustrado sobre ella. Forma parte de la educación integral y, al obviarla, ésta
se quedar coja, casi como lo está en estos momentos. Coja.
Como sucede con los
números complejos, la fe en Dios extiende un puente invisible entre las
realidades de la vida. Nos permite pasar de una a otra. Si se acepta, se puede
llegar hasta el final. En caso contrario, los problemas persisten y, en
algunos, la desesperación se torna en odio.
Es la irracionalidad del que se cree racional. Es la pertinacia del que
no quiere tener en cuenta el método que ha servido a otros. A los mejores. A
los sencillos de corazón por muy simple o abstracta que sea su mente.
Que Dios o
Jesucristo, que es el dios de nuestros padres, encierra muchos misterios es una
realidad. Pero el misterio no es irracional. Es “sobreabundancia de sentido, de
significado, de verdad”. Es la intuición –como dicen los matemáticos- que no
somos capaces de formalizar. Pero no el fogonazo, no. El misterio es -más bien-
luz continua, sobreabundancia de luz que deslumbra la razón.
¿Cómo pueden unos
números imaginarios ser de tan utilidad? ¿Cómo puede Dios servirnos la
solución, cualquier solución? Acéptalos y verás; búscalo y verás.
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