El domingo pasado asistí a un festival
de villancicos organizado por la asociación cultural Encella. La pequeña
cantidad alcanzada con los tres euros de cada entrada iba destinada a alguna
ONG. No es nada novedoso, siempre han existido festivales benéficos porque
siempre el hombre ha estado rodeado de otros más necesitados. No es la crisis
actual una excepción para los que ya eran pobres, la novedad está en lo fácil
que es hoy hacerse pobre. Que nunca se sabe cuándo le tocará a uno.
No sabe uno cuándo lo que es una
posibilidad se convertirá en un hecho. Cuándo recorrerá la espalda ese sudor
frío provocado por la palabra despido. Extraña sensación que describía un amigo
a quien el despido cogió por sorpresa. Desde entonces –dice- estoy vacunado
para cualquier cosa. Lo dice ahora que ha encontrado trabajo, como afirmando
que todavía puede suceder cualquier cosa. Cualquier cosa negativa claro, porque
ahora sólo se espera lo peor. Somos presas del pesimismo.
Es curioso, hubo un tiempo en el que
nunca pensábamos en el desastre y ahora, en cambio, es el desastre el motivo de
nuestra desazón. No estaba en nuestra agenda, no aparecía en el guión de
nuestra vida. Ahora, por el contrario, toda agenda está llena de pensamientos
sombríos, toda vida parece seguir el guión de la desesperanza. Y, ¡ay, del que
se salga de este lúgubre sentimiento! Cuidado con aquel que habla de esperanza,
dicen. O es del partido del Gobierno o es un ingenuo, eso dicen. Lo dicen los
que alimentan al vulgo de desesperanza, son profetas del desastre.
Pero, volvamos a la sabiduría adquirida
por mi amigo tras el sudor frío que recorre su espalda, la misma sabiduría de
los millones de españoles que atraviesan por su misma situación, la sabiduría
del que ha descubierto que en la vida hay cosas esenciales y otras secundarias.
Lástima que sean contempladas con meridiana claridad sólo cuando la
contradicción llama a la puerta. Me lo apunto. Nunca se sabe. Pero qué suerte
si con la llegada de éstas advertimos que de alguna manera estábamos en lo
esencial, que conservábamos lo esencial. De alguna manera. Porque de alguna
manera se volverá a salir adelante. Y, es que, entre lo esencial está la
esperanza. Como lo está la caridad de tantos que la practican con generoso
desinterés. Dan y se dan. Qué difícil, ¿verdad? Tantos años intentándolo y
¡tantas reticencias! Pero son muchos los que dan y se dan. Hay esperanza y hay
caridad.
Volvamos también a los villancicos, una
de las tradiciones propias del tiempo de Navidad. Los aprendimos en la escuela
y en el hogar familiar. Canciones sencillas que hablan de un niñito que ha
nacido en un portal, de una ventana para ver al Niño en la cuna, de una burra
que va hacia Belén, de campanas y regalos, requesón, manteca y miel, de Reyes
Magos que vienen, de un chiquirritín metidito entre pajas, ….
Pero el primer villancico de la
historia no fue cantado por hombre alguno, sino por ángeles. El cardenal
Ratzinger decía en una meditación que los ángeles son los “evangelistas” de la
Navidad. “Gloria a Dios en el Cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el
Señor”, es la letra del primer villancico. Benedicto XVI ha sugerido
recientemente otra traducción para la última parte: “paz a los hombres en
quienes él se complace”. Y se pregunta: “¿Quiénes son los hombres en los que
Dios se complace? Y ¿por qué?” Preguntas que obvio porque divergen del tema del
artículo, pero que siempre me han interesado, sobre todo después de la lectura
de cierto texto de José María Pemán.
En cual quiere caso, lo cierto es que este
cántico, o primer villancico, ayuda a entender de qué trata la Navidad porque contiene
un término clave: la paz. En la tierra paz: ese es el objetivo de la Navidad.
Pero, como seguía explicando el cardenal Ratzinger en su meditación, este
villancico supone un primer elemento sin el cual no puede haber una paz
duradera: la gloria de Dios.
Y esta es la doctrina de Belén sobre la
paz: la paz entre los hombres proviene de la gloria de Dios. Así que la gloria
de Dios no es un asunto privado, sino una cuestión de orden público. Y, en este
sentido, como condición suficiente para la paz, se convierte en motivo de
esperanza para todos.
Acabo como empecé, con el festival de
villancicos, cuyas letras me conmueven hasta convencerme de estas otras
palabras del cardenal Ratzinger: “En el pesebre y en la cuna se erige la gloria
de Dios en este mundo. Allí donde haya
hombres que sigan a su Dios comienza también una nueva humanidad y, aunque sea
de manera fragmentaria, se inicia asimismo la paz sobre la tierra”.
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