Hemos dejado atrás la Navidad y, con
ella, los días en los que la familia es celebrada de manera especial. Y, es
que, la Navidad trae la familia a un primer plano. En el hemisferio norte, el
clima de estas fechas hace anhelar la vuelta al hogar. Invita a la
interioridad, que es lo propio de la familia. Pero, a la vista de cómo lo
celebran en tierras del Caribe o Argentina, se me hace evidente que esta
exaltación de la familia se debe a algo más que a las meras condiciones
geográficas y meteorológicas.
Así como las visitas familiares se
prodigan con todo nacimiento, la Natividad congrega a la gran familia humana
que puebla la tierra y es causa del deseo de paz y amor que inspira a los
hombres en estas fechas. Y es, de esta forma, como aquella primera familia
cristiana contribuye a hacer familia y a levantar una nueva civilización. Pero
ya tendremos oportunidad de incidir en ello dentro de un año.
De momento, quedémonos con el recuerdo
de ese mayor tiempo pasado en familia, un tiempo en el que se multiplican los
detalles de servicio, las conversaciones, las confidencias, las risas, el
cariño, los paseos y los sueños comunes. Pero también, ¿por qué no decirlo?,
las peleas entre sus miembros, las muestras de egoísmo, las pequeñas desavenencias
y, como consecuencia, las oportunas correcciones de palabra y obra.
Y, es que, no hay interioridad sin
exterioridad. Y, si hemos dicho que lo propio de la familia es la interioridad,
hay que añadir ahora que también lo es la exterioridad. La familia da ocasión
de manifestarnos tal como somos, cada miembro se muestra tal como es.
Interioridad y exterioridad pugnan en ella hasta marcar sus propios límites,
que no son materiales; no son las paredes de una habitación en la que alguien
se encierra, sino que están expresados mediante una frontera transparente
definida por el deseo de hacer la vida agradable al resto. La familia
contribuye así a la situación más real y concreta en la que la libertad se pone
al servicio del prójimo, empezando por el más cercano. De esta manera, la
familia se engrandece y hasta puede entenderse lo que Chesterton llamaba
paradoja del hogar: “que es más grande por dentro que por fuera”.
Georges Chevrot escribió -entre otros-
un librito titulado “Las pequeñas virtudes del hogar”. Describe catorce: la
cortesía, la humanidad, la gratitud, la sinceridad, la discreción, la alegría,
la esperanza, el buen humor, la benevolencia, la economía, la puntualidad, la
diligencia, la paciencia y la perseverancia. Pequeñas virtudes sin las cuales
las grandes son a menudo falsas y engañadoras.
Las traigo aquí porque la mayoría de
ellas están “desaparecidas” en ese mundo globalizado del que hoy tanto se habla,
lo que significa que han perdido bastante peso en las familias. Porque no
podemos pensar en la crisis de valores de las “altas esferas” sin pensar
también que esa misma crisis procede de más abajo. O, con otras palabras, es
difícil evitar la corrupción de los que dirigen si no son educados en la
honestidad los niños que llegarán a dirigentes. Y, en esto, la familia es
esencial y, aún así, pasa lo que pasa.
La Navidad ya pasó, pero la familia
queda y no podemos guardarla en una caja como a las figurillas del Belén, antes
bien hay que potenciarla porque de ella pende toda una civilización. Tal es la
familia, tal será nuestra sociedad.
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