lunes, 28 de enero de 2013

Naturaleza y naturaleza del hombre


La contemplación de la Naturaleza lleva necesariamente al asombro, expresado por el hombre mediante la poesía, el arte, la religión, la filosofía y la ciencia. Desde la sencilla exclamación -“¡oh!”- que encierra en sí misma la maravilla que se muestra a los ojos y ante la cual toda palabra parece inapropiada, pasando por la simple descripción hasta el descubrimiento de las leyes que la rigen, el hombre no ceja en su empeño por manifestar la belleza y el orden que en ella se encierra.
Decía Galileo que la Naturaleza era como un libro escrito con lenguaje matemático. La pregunta “cómo funciona”, así como las respuestas que se han ido dando a través de los siglos han permitido hallar las claves para el progreso material que hoy percibimos. Pero, tan cierto como que los “fenómenos” –lo que aparece a la vista- pueden ser expresados en forma matemática, lo es también que hay leyes de la Naturaleza que se escapan a ella. En concreto, hay un mensaje ético contenido en la Naturaleza, en el ser de cada cosa, que no puede ser expresado con lenguaje matemático.
La esquizofrenia de nuestra sociedad consiste en admitir que existen leyes que rigen el comportamiento de la Naturaleza sin advertir que, del  mismo modo, también en la naturaleza humana hay normas impresas que le ayudan a actuar conforme a su propia dignidad. Esto es, que del mismo modo que el progreso material se ajusta a unas leyes, a esas y no otras, el avance ético está fundamentado en unas normas básicas que el hombre, en su libertad, puede o no seguir. Pero que, en ningún caso, son relativas o dependientes de la cultura del momento.
Vivimos en un mundo pragmático que ha convertido a la Naturaleza en un instrumento más para su propia utilidad. Y si tal ha sido la actitud ante aquello que le asombraba, peor ha sido el trato dado a sus propios congéneres, pues toda norma ética se relativiza y nada de la propia naturaleza humana se considera como norma, como principio de actuación. Esto es, el desarrollo humano se ha hecho a expensas y a espaldas de la Naturaleza. Y hasta cabe decir que se ha hecho a espaldas de la mayoría de hombres. A espaldas de esa mayoría silenciosa descalificada por “no tener” y con la complacencia de esa otra gente que sólo aspira al bienestar material.
Hoy, sin embargo, por distintos motivos que no citaré, nos empezamos a dar cuenta de que la manera con la que el hombre trata a la Naturaleza influye tanto en la manera en que se trata a sí mismo como a las generaciones sucesivas. La desertización y el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas, por ejemplo, son causa también del empobrecimiento de sus habitantes y de su retraso. Lo que implica la necesidad de un nuevo estilo de vida que, entre otros múltiples aspectos, difunda también una mayor sensibilidad ecológica. La Naturaleza, pues, ya no es una variable independiente, sino que debe ser integrada en toda dinámica social, cultural y económica cuyo objetivo sea el desarrollo humano.
Pero esa sensibilidad ecológica no puede limitarse a las cosas que nos rodean, a esa Naturaleza que precedió al hombre, sino que debe extenderse a aquellas normas que hacen al hombre más humano. Se trata pues de una especie de ecología de los valores, de ecología de la persona, cuyo objetivo sea preservar su propia naturaleza. Valores y normas universales que forman el sustrato de las distintas culturas que nos han precedido.
Nunca he aceptado esa mentalidad catastrofista -variedad moderna del milenarismo- tan extendida en la actualidad. Lo que creo que debería llamar nuestra atención es, más bien, el desprecio de los valores comunes que, considerados como tales, han configurado la sabiduría básica de los pueblos. Lo que ahora debería inquietarnos, por ejemplo, son esas cosas que dicen algunos sobre la relatividad del valor de la vida o de la familia, que llevan a aceptar el aborto o a destruir el papel del padre o de la madre en el hogar.
Saint-Exuperi, en “El principito”, pone en boca de la rosa: “No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?”
Amigos míos, las corrientes de aire son siempre locales, tienen que ver con el entorno del hombre. Creo que es hora de olvidarnos de los tigres y de empezar a construir biombos. Construir las normas comunes, la ética universal, que permitirá al hombre un punto de partida adecuado a su naturaleza. Amigo mío, ¿cuál será tu biombo, el tuyo?

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