La
contemplación de la Naturaleza lleva necesariamente al asombro, expresado por
el hombre mediante la poesía, el arte, la religión, la filosofía y la ciencia. Desde
la sencilla exclamación -“¡oh!”- que encierra en sí misma la maravilla que se
muestra a los ojos y ante la cual toda palabra parece inapropiada, pasando por
la simple descripción hasta el descubrimiento de las leyes que la rigen, el
hombre no ceja en su empeño por manifestar la belleza y el orden que en ella se
encierra.
Decía
Galileo que la Naturaleza era como un libro escrito con lenguaje matemático. La
pregunta “cómo funciona”, así como las respuestas que se han ido dando a través
de los siglos han permitido hallar las claves para el progreso material que hoy
percibimos. Pero, tan cierto como que los “fenómenos” –lo que aparece a la
vista- pueden ser expresados en forma matemática, lo es también que hay leyes
de la Naturaleza que se escapan a ella. En concreto, hay un mensaje ético
contenido en la Naturaleza, en el ser de cada cosa, que no puede ser expresado
con lenguaje matemático.
La
esquizofrenia de nuestra sociedad consiste en admitir que existen leyes que
rigen el comportamiento de la Naturaleza sin advertir que, del mismo modo, también en la naturaleza humana hay
normas impresas que le ayudan a actuar conforme a su propia dignidad. Esto es,
que del mismo modo que el progreso material se ajusta a unas leyes, a esas y no
otras, el avance ético está fundamentado en unas normas básicas que el hombre,
en su libertad, puede o no seguir. Pero que, en ningún caso, son relativas o
dependientes de la cultura del momento.
Vivimos en
un mundo pragmático que ha convertido a la Naturaleza en un instrumento más
para su propia utilidad. Y si tal ha sido la actitud ante aquello que le
asombraba, peor ha sido el trato dado a sus propios congéneres, pues toda norma
ética se relativiza y nada de la propia naturaleza humana se considera como
norma, como principio de actuación. Esto es, el desarrollo humano se ha hecho a
expensas y a espaldas de la Naturaleza. Y hasta cabe decir que se ha hecho a
espaldas de la mayoría de hombres. A espaldas de esa mayoría silenciosa
descalificada por “no tener” y con la complacencia de esa otra gente que sólo
aspira al bienestar material.
Hoy, sin
embargo, por distintos motivos que no citaré, nos empezamos a dar cuenta de que
la manera con la que el hombre trata a la Naturaleza influye tanto en la manera
en que se trata a sí mismo como a las generaciones sucesivas. La desertización
y el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas, por ejemplo, son causa
también del empobrecimiento de sus habitantes y de su retraso. Lo que implica
la necesidad de un nuevo estilo de vida que, entre otros múltiples aspectos,
difunda también una mayor sensibilidad ecológica. La Naturaleza, pues, ya no es
una variable independiente, sino que debe ser integrada en toda dinámica
social, cultural y económica cuyo objetivo sea el desarrollo humano.
Pero esa
sensibilidad ecológica no puede limitarse a las cosas que nos rodean, a esa
Naturaleza que precedió al hombre, sino que debe extenderse a aquellas normas
que hacen al hombre más humano. Se trata pues de una especie de ecología de los
valores, de ecología de la persona, cuyo objetivo sea preservar su propia
naturaleza. Valores y normas universales que forman el sustrato de las
distintas culturas que nos han precedido.
Nunca he
aceptado esa mentalidad catastrofista -variedad moderna del milenarismo- tan
extendida en la actualidad. Lo que creo que debería llamar nuestra atención es,
más bien, el desprecio de los valores comunes que, considerados como tales, han
configurado la sabiduría básica de los pueblos. Lo que ahora debería
inquietarnos, por ejemplo, son esas cosas que dicen algunos sobre la
relatividad del valor de la vida o de la familia, que llevan a aceptar el
aborto o a destruir el papel del padre o de la madre en el hogar.
Saint-Exuperi,
en “El principito”, pone en boca de la rosa: “No temo a los tigres, pero tengo
miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?”
Amigos míos,
las corrientes de aire son siempre locales, tienen que ver con el entorno del
hombre. Creo que es hora de olvidarnos de los tigres y de empezar a construir
biombos. Construir las normas comunes, la ética universal, que permitirá al
hombre un punto de partida adecuado a su naturaleza. Amigo mío, ¿cuál será tu
biombo, el tuyo?
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