Entre pistas nevadas y a un paso de
Francia, me refugio en una de las cafeterías del Tarter justo cuando alguien
comunica el anuncio de la dimisión de su santidad Benedicto XVI. La existencia de wifi me permite corroborar la noticia.
Minutos después, un amigo me pregunta sobre su veracidad, a lo que respondo con
un sí que él apostilla con “creía que era una broma”.
Desde entonces, y a lo largo de toda
la semana, escucho y leo -sin avidez- comentarios y opiniones sobre tal
decisión. Digo “sin avidez” porque soy consciente del morbo que ha suscitado
entre el vulgo, especialmente en el más alejado de la Iglesia Católica (¿por
qué será?), y del dolor, mezcla de desconcierto y orfandad, que ha podido
producir entre los hombres y mujeres de fe.
Sabedor de que el Espíritu Santo vela
sobre la Iglesia y de que ante lo extraordinario -que no depende de uno mismo-
la mejor opción es rezar, he procurado mantenerme al margen de toda discusión.
No ha sido fácil, pues no hay encuentro en el que no se hable del tema o te
pidan opinión. Menos aún cuando hay opiniones contrarias o hay quien pregunta
“¿cuáles crees tú que son las verdaderas razones por las que dimite el Papa?”
Las verdaderas razones las dijo en su
día el propio Papa. Pueden creerlas o no, pero harían bien en creerlas. Ya es
hora de dar de mano a ese siglo de la “sospecha” que pone siempre en duda que uno
diga lo que piensa. La trayectoria de este Papa responde a lo contrario,
siempre ha dicho lo que piensa, como lo demuestra que -aun a sabiendas de las
discusiones que iban a generar sus palabras- no haya tenido inconveniente en
decir: “por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el
ministerio petrino. …, el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, …, ha
disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer
bien el ministerio que me fue encomendado”.
Se habla de si ha hecho bien o mal al
tomar tal decisión y me sorprende que gente como yo –soldado raso me decía un
amigo- sea capaz de calificar de buena o mala la dimisión de un Papa. Sabemos
que robar o tomar a la mujer del prójimo es malo, como sabemos que perdonar al
que nos ofende o dar de comer al que tiene hambre es bueno, pero ¿cómo saber si
un Papa obra bien o mal al dimitir de su ministerio? Y lo peor de todo es que
se empieza hablando del Papado y se acaba juzgando a un Papa. Nosotros,
¿quiénes somos nosotros para juzgar a alguien? Además, ¿quién de nosotros toma
una decisión “después de haber examinado ante Dios reiteradamente su conciencia”,
tal como lo ha hecho Benedicto XVI?
Desde que conocí la noticia, mi
preocupación no fue la Iglesia –que la sé, repito, en manos del Espíritu Santo-
sino el santo Padre. Era evidente lo que iba a suceder, sería el blanco de
dimes y diretes. Su decisión sería evaluada con parámetros del siglo. Y hasta
habría algunos que la consideraran como una falta de confianza en el Espíritu
Santo o, incluso, una huida de la Cruz. Para nada tendrían en cuenta sus
razones, “la edad avanzada”, “la falta de vigor de cuerpo y de espíritu”, “las
rápidas transformaciones [de un mundo] sacudido por cuestiones de gran relieve
para la vida de la fe”. Sí, están en lo cierto, yo pensaba que iban a ser
precisamente los suyos los que le infligieran mayor dolor. Independientemente
de que los otros cargaran sus tintas, de nuevo, sobre el beato Juan Pablo II.
Presentarlo como su contrario sería el éxito de sus críticas de antaño. Cuando
en realidad son dos formas distintas de comportamiento heroico en dos momentos
distintos de la historia de la iglesia.
Benedicto XVI hizo su anuncio casi al
inicio de la Cuaresma. Tiempo para la contemplación de la pasión, muerte y
resurrección de nuestro Señor Jesucristo, a quien él mismo recordó aquel día
como Sumo Pastor. También Jesús, al inicio de su pasión, dijo: “Todos vosotros
os escandalizareis esta noche por mi causa” (Mt). Y, una vez más, es lo que ha
sucedido. Y ha sucedido porque nuestra visión sobrenatural sigue estando a años
luz de la de nuestros citados Santos Padres.
Por el contrario, tengo para mí que
esta dimisión, ejemplo de humildad desde el punto de vista espiritual y cosa
lógica desde el punto de vista humano, va a suponer un salto de calidad en la
vida de la Iglesia. ¿En qué consiste ese salto?, no lo sé, es cuestión de
esperar. Doctores tiene la Iglesia. Aunque está claro, siguiendo con las
palabras de san Mateo, que Él irá delante de nosotros a Galilea, tierra de
gentiles. Quizás ese salto tenga que ver con una nueva y grande
reevangelización tal como el vicario de Cristo, Benedicto XVI, nos propone y
vislumbra. Para ello, contamos con su oración como él cuenta con la nuestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario