Cuando la mejor manera de presentar un
trabajo era escribirlo a máquina, todos soñábamos con algo distinto. Y llegaron
los ordenadores de sobremesa, a los que siguieron los portátiles. Un buen
instrumento de trabajo que se convirtió en poco tiempo en almacén de juegos. Y,
como consecuencia, una nueva forma de perder el tiempo tanto para mayores como
para niños. Y lo peor es que no se perdía el tiempo con otro sino con una
máquina.
Con la llegada de internet a los
hogares las posibilidades se multiplicaron. El ordenador se convertía en un
gran instrumento de trabajo, no sólo individual sino también colectivo, a la
vez que daba la posibilidad de perder el tiempo también colectivamente. Con el móvil o la tablet sucede algo parecido.
Nuevas tecnologías que simplifican complicadas situaciones de la vida, pero que
conllevan un riesgo, el de su uso desordenado.
Esto es, la tecnología que está
pensada para el avance humano, puede también atontar a muchos humanos, como lo
hizo la televisión. Hacerles perder humanidad. Es como un arma de dos filos y,
en este sentido, su uso adecuado necesita una educación previa, no un manual de
funcionamiento, sino sobre su verdadero fin. No obstante, hay que reconocer que
no es tarea fácil pues la gama de posibilidades de cada nuevo “aparato” es tan
variada y extensa, como difícil de prever. Además de que el ser humano es libre
hasta para equivocarse.
Dicho lo anterior, he de reconocer que
con este artículo sólo pretendo un desahogo. El del que ve que hay cosas que no
funcionan como deben y se siente impotente. El desahogo del que ve cosas buenas
que van quedando atrás y que no puede traerlas de nuevo sin la ayuda de los
demás. Algo que tiene que ver con la deshumanización del hombre (varón y
hembra) debido a la aceleración del individualismo acérrimo que el mal uso de
la tecnología propicia.
Veamos algunas situaciones:
La televisión encendida y los niños
sentados en los sillones con sendos móviles. Cabeza medio inclinada sobre el
móvil que mantienen a media altura con una mano. Entra el padre con un libro y
apaga la televisión. Todos levantan la cabeza protestando. Ninguno miraba,
asegura el padre. Pero seguíamos el contenido, replican ellos. ¿No es mejor
concentrarnos en una cosa?, dice el padre. ¡No!, responden todos. Y abandona el
salón porque no puede concentrarse en la lectura por culpa de las tonterías que
se dicen en la televisión. Sale como un derrotado. Sabe que no es la primera
derrota y que él ha contribuido a ella.
Una madre, contenta por tener en casa
a sus hijos (hijas) y amigos (amigas) entra en su salón. Los niños se han
reunido con los amigos. Hay silencio. No se hace al entrar ella, sino que ya lo
había antes. Los encuentra a cada uno ensimismado con su móvil. La cabeza medio
inclinada sobre el móvil que mantienen a media altura con una mano. Unos
chatean con amigos que no están allí, otros se distraen con juegos. Están
juntos pero aislados. Ni la wii ha conseguido unir intereses. ¡Qué bien os lo
pasáis!, exclama la madre. Todos levantan la vista, sonríen con una sonrisa
sardónica y vuelven a su anterior posición. La madre abandona el salón con una
sensación extraña. Echa de menos aquellos días en los que tenía que entrar para
decir que se callaran o que no hicieran tanto ruido porque abajo vivían.
Un padre sale a dar una vuelta, saca
al perro que sus hijos le pidieron que comprara con tanto interés y al que,
ahora, sólo él y su mujer hacen caso. A lo lejos se acerca una pareja que
destaca por su altura. Cuando están cerca comprueba que no se dicen nada, tanto
el joven como la joven hablan por el móvil. Cabeza medio inclinada sobre el
móvil que cada uno mantiene a media altura con una mano. ¡A buenas horas
hubiera yo desperdiciado un rato con mi novia!, piensa el padre. Aunque quizás
-piensa- no sean novios. Pero, ¿y la educación? ¿Cómo puede ir alguien al lado
de un amigo o amiga y desaprovechar la ocasión de hablar?
Un profesor universitario contempla a
sus alumnos entrando con el móvil. Llegan en grupos pero cada uno a la suya.
Cabeza medio inclinada sobre el móvil que mantienen a media altura con una
mano. La mochila a la espalda. Cuando llegan a sus respectivas mesas lo apagan,
aunque es cierto que a algunos hay que recordárselo. Llega el parón del periodo
de dos horas seguidas y el alumnado sale con prisa del aula encendiendo el
móvil. El profesor sale del aula para beber y los ve en silencio apoyados en
las paredes, o en lo que sea, con la cabeza medio inclinada sobre el móvil. Lo
mismo sucederá al finalizar la segunda hora. Les dice: se ve que tenéis muchas
cosas importantes que tratar con gente de otros lugares. Sonríen y siguen
comprobando los mensajes que les han entrado con el whatsapp.
Una profesora de Instituto avanza por
uno de los largos pasillos, quitándose de encima al alumnado que parece no verla.
Delante de un aula un estudiante habla por un móvil. Se acerca y le pide que se
lo entregue, como manda el protocolo de las normas de convivencia. El
estudiante se niega. Otros estudiantes aparecen en escena, curioseando. La
profesora le recuerda la norma y se lo vuelve a pedir amablemente. El
estudiante se excusa diciendo que creía que nadie le veía. La profesora le
recuerda que su obligación es pedírselo y que la de él es entregárselo. Que si
desea llamar a alguien puede hacerlo desde el teléfono de Jefatura de Estudios
y que, además, si alguien desea llamarle puede hacerlo al teléfono fijo para que
de inmediato le busque un conserje. El estudiante se niega. ¿Qué hacer?
Los ejemplos pueden multiplicarse.
Ustedes mismos conocen situaciones en las que suena el móvil en el momento y
lugar menos adecuado. Quizás hasta han leído el lenguaje vulgar con el que se
comunican. Quizás hayan recibido a una visita que deja la conversación porque
le ha sonado el móvil y debe contestar. Quizás hayan entrado a un restaurante y
visto cómo, mientras los adultos conversan, los niños están cada uno con su
móvil (a veces, hasta los adultos). Cabeza medio inclinada sobre el móvil que
mantienen a media altura con una mano. Quizás,… Perdonen, debo dejarles, me
está sonando el móvil.
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