lunes, 8 de agosto de 2011

Apuntes sobre educación (09-08-2011)

Hay una edad en la que al niño hay que obligarle a hacer lo que nunca haría motu proprio. Hay que hacerle aprender aquello que, si fuera por él, nunca hubiera elegido aprender. Aquello a lo que él no es capaz de darle importancia y que, sin embargo, será de gran utilidad para su vida. Utilidad no sólo en el sentido práctico –en el hacer-, sino también en el teórico –en el comprender y dar sentido a su existencia-.


Convertir en un derecho la posibilidad de adquirir educación y cultura es algo loable. Reservar para este fin un tiempo mínimo de la vida, como es la infancia y juventud, es magnífico. La cuestión está en determinar el límite de la edad en la que el ejercicio de este derecho debe pasar de obligatorio a voluntario. Una decisión que dependerá de los niños y niñas, así como de sus padres y madres, pero a la que el sistema educativo debe marcar una referencia para impedir que la inconsciencia de la infancia o la falta de interés por la educación de algunos padres o, lo que es peor, la mala situación económica de éstos, impida el ejercicio de un derecho cuya consecución no ha sido gratuita sino fruto del esfuerzo de las generaciones anteriores. Un esfuerzo que ha convertido el “si hubiera podido estudiar” en “si hubiera querido estudiar”.


El sistema educativo español –tan variable como dispar entre autonomías- establece los 16 años como referencia de la Enseñanza Secundaria Obligatoria, aunque de hecho sea posible permanecer voluntariamente en ella hasta los 18. Un límite que, sin ser del todo malo en cuanto a la voluntariedad, presenta graves lagunas en cuanto al desarrollo de la obligatoriedad. El absentismo y el tratamiento de las conductas disruptivas –saltarse las clases y gamberrismo, se decía antes- son algunas de estas lagunas. El primero afecta a profesorado, padres, asistentes sociales y policía, además de lo poco ejemplar que resulta para los estudiantes menos motivados. El segundo, en cambio, afecta directamente a los estudiantes que comparten grupo con el gamberro, además de las situaciones inverosímiles –por degradantes- a las que somete al profesorado. Lamentablemente, el sistema no aporta otra solución que la exigencia de una dedicación máxima de tiempo a estas situaciones dejando de lado la profundización y mejora de aquellos niños y niñas que tienen disposiciones para aprender.


La experiencia, pues, urge a un cambio de “eso” que han convenido en llamar ESO. Pero las soluciones que se barajan desde el actual Ministerio de Educación son meros parches. Chapuzas que, más pronto o más tarde, habrá que echar por tierra mediante una reforma general del sistema educativo. Un reforma que debería empezar por devolver al Estado las competencias que fueron transferidas a las autonomías. Si no todas, la mayoría. Es penoso oír a todo un Director General del Ministerio de Educación quejarse de que algunos de sus buenos proyectos –porque también proponen cosas buenas- se diluyen, hasta casi desaparecer, en manos de las Consejerías de educación de las distintas autonomías.


No hay que tener miedo en afirmar que a partir de los 14 años hay que ofrecer otro tipo de enseñanza para muchos jóvenes. Esto es, que a partir de lo que ahora se llama 2º de ESO hay que ofrecer dos tipos distintos de enseñanza. Una dirigida al Bachillerato y Ciclos Formativos de Grado Medio, y la otra encaminada a cualificar en un oficio. Sin perjuicio de que se tiendan todos los puentes necesarios para que aquellos jóvenes que vayan madurando puedan volver al tipo de enseñanza abandonada voluntariamente con anterioridad. Pero, ojo, estos puentes no deben ser lo que son ahora, atajos donde se rebaja el nivel para inflar estadísticas. Porque las estadísticas pueden vivir de la trampa pero no una nación.


Y todo hay que hacerlo sin complejos, sin falsas componendas, sin becas para aquellos que no quieren estudiar y a las que no pueden aspirar los buenos estudiantes. ¿Habrase visto mayor injusticia? La mejor beca para unos estudios que son gratuitos es el ejercicio obligatorio del derecho a recibir educación hasta, al menos, los 16 años. Lo que ya supone en sí mismo un derroche de medios por parte del Estado. Este derecho se concretará para unos en aprender un oficio –jóvenes cualificados que tanto necesita esta nación-, para otros, en cambio, en recibir una auténtica educación secundaria.

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