lunes, 3 de octubre de 2011

El mundo de Alfredo (I) (04-10-2011)

Se reunían siempre en un lugar diferente. Y, una vez más, le resultaba difícil recordar dónde se habían citado. El cielo plomizo de la mañana había dado lugar a una lluvia intermitente que ahora caía con gran intensidad. Andaba resguardándose bajo los balcones, pero sobre todo se resguardaba de las miradas de aquellos con los que se cruzaba. Se estaba calando hasta los huesos y, a su edad, lo mínimo que podía coger era un resfriado. Pero, para él, aquellas reuniones eran esenciales y estaba dispuesto a asumir el riesgo de que alguien le denunciara a la Administración por no haber tomado las necesarias precauciones para cuidar su salud. Corría el riesgo de que le penalizaran un mes sin prescripción de medicamentos. Aunque, pensándolo bien, se decía, ya había agotado la cartilla farmacéutica del mes, por lo que poco iba a perder.


Aún así, la fuerza de la costumbre le hacía estar vigilante. Los informadores podían fijarse en cualquier cosa. Bastaría que conocieran su edad para que le recordaran el horario de salidas previsto por la Administración. Escribirían la advertencia con sus datos en un papel que depositarían en uno de los buzones anexos a las papeleras. De sumar tres, la Administración le prohibiría salir por las tardes a la calle durante una semana. Pero tampoco esto era un problema pues las reuniones eran mensuales.


La lluvia caía a cántaros y esperó junto al semáforo en rojo. Era una calle poco transitada y, además, no se veía ningún coche en las proximidades. Estuvo tentado a cruzar pero le disuadió la figura de un viandante que esperaba en la calzada opuesta junto a uno de los nuevos buzones. Escribir su nombre por infracción de tráfico en un papel en un día lluvioso podía resultar enojoso, pero los nuevos buzones instalados por la Administración eran digitales y leían la huella del dedo de forma inmediata. Arriesgarse a que el viandante de enfrente tuviera curiosidad por ponerlo a prueba, aunque solo fuera para contarlo después en su casa, sin olvidar los puntos que se sumarían a su cartilla de ciudadano por la información facilitada, no le compensaba. Decidió esperar e intentar recordar el punto de encuentro. Pero tenía dificultad para pensar pues cada vez que se alejaba de su casa era mayor el número de infracciones susceptibles de denuncia.


Cruzó cuando la luz del semáforo se puso en verde, procurando no dar un número mayor de pasos que el indicado en la base del mismo. Le sobraron algunos, lo que no le impidió pensar que dentro de poco le quedaría prohibido cruzar también aquella calle. Con su edad, sus pasos se hacían cada vez más cortos y lentos. Acabaré pudiendo andar sólo alrededor de mi manzana, se decía. La Administración, preocupada por la seguridad vial, había conseguido un programa de optimización del tiempo máximo para cruzar un semáforo basado en el número de pasos que, una vez instalado, se había impuesto como norma ciudadana de carácter imperativo. Con esta medida se aseguraba la ausencia de peatones entre las luces naranja y verde que dirigían el tráfico automovilístico. El control del número de pasos era posible gracias a una alfombrilla sensible e informatizada que cubría el paso de peatones. La determinación del número máximo de pasos era el resultado de un estudio estadístico que tenía en cuenta varias variables, tales como la afluencia de tráfico en la vía, la anchura de ésta, la visibilidad y la medida-paso del ciudadano estándar. Era preferible que la gente buscara calzadas adecuadas a su manera de caminar que cambiar la norma. La seguridad era la seguridad. Y el hecho de contar con la variable ciudadano estándar era suficiente garantía.


Al llegar a la otra acera hizo un brusco movimiento que le llevó a chocar de bruces con un niño. Venía corriendo por la acera con su paraguas y chapoteando en los charcos sin mirar al frente, como suelen hacer los niños. Del golpe, cayó al suelo y su paraguas quedó extendido sobre la acera. La madre, que venía detrás, se precipitó en ayudar a su niño preguntándole si se había hecho daño. El niño lloraba y la madre gritaba como si hubiera caído sobre su hijo el martillo de Thor. Al comprobar que su hijo lloraba más por el susto que por una posible lesión, y que no le pasaba nada que no pudiera ser solucionado en una lavadora, la emprendió con nuestro personaje, acusándole de indolente. A la vez que le hacía responsable de los futuros y previsibles traumas –eso dijo- que le pudieran sobrevenir. Y hay que dar gracias a la lluvia, que en aquel instante era torrencial, de que no le solicitara sus datos. Y también a que para este tipo de informaciones todavía no había buzones digitales. O, al menos, todavía no había sido instalado el sofwhare necesario. Era sólo cuestión de tiempo porque la tecla ya estaba instalada. (Continuará)


PD.: Cuando una sociedad necesita muchas leyes para funcionar, algo va mal en esa sociedad. Cuando todo contratiempo es motivo de denuncia es porque la sociedad ya no existe.

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