sábado, 19 de mayo de 2012

Un metro más (15-05-2012)


¿Por qué se construyen los rascacielos?, pregunta un niño. ¿Por qué esos edificios tan altos? Los ha visto en una revista, compitiendo por la altura con sus distintas formas. Han pasado días desde que recorrimos juntos aquellas páginas y, salvo el vértigo que se produjo en mi imaginación, sólo me queda de aquellas siluetas la pregunta “¿por qué?”.
No lo sé hijo, no lo sé. Desde los tiempos más remotos, toda civilización que sobresalía en el conocimiento o en el saber práctico ha proyectado construcciones que se elevaban hasta los cielos. Monumentos colosales relacionados con el más allá de esta vida o con otros mundos que se esconden a años luz de nuestro planeta. Moradas de ultratumba para hombres que se suponían divinos, construcciones astronómicas que señalaban otros mundos. Exhibición de conocimiento práctico, manifestación de poder, muestra de esplendor, referencia obligada o, como en el caso de las grandes catedrales, casa de Dios en la tierra.
Con el tiempo, ¿qué ha quedado de todo eso? Quizás un poco de todo, como la torre Eiffel, manifestación de la capacidad arquitectónica e ingeniera; como el observatorio de Monte Palomar y los grandes radares, que investigan la posibilidad de otros mundos; como la Estatua de la Libertad, muestra del agradecimiento entre los pueblos y de una de las esencias de la dignidad humana; el Cristo Redentor sobre el monte Corcovado en Río de Janeiro, recuerdo de la trascendencia de la vida a igual que la Sagrada Familia de Barcelona. Si, un poco de todo, quizás.
Pero, ¿y los rascacielos? Tienen mucho de lo anterior -maravillosas obras de ingeniería, faros de esplendor económico, centros de negocio-, pero nada de trascendencia. Icono del poder económico, eso son. O, al menos, para eso se encargan. Es un simple perdurar en la tierra, referencia humana para los humanos. Y ése, quizás, sea el motivo por el que no olvido la pregunta: ¿por qué?
Muchos quieren ser como rascacielos, sobresalir sobre lo que le rodea, situarse sobre los demás, controlar. Pero no aportan nada que enriquezca al resto; no sólo porque no den dinero, sino porque no transmiten sabiduría. Es nuestra civilización la del exterior; crece para fuera sin interior alguno. No se elevan para contemplar sino para ser contemplados; no son faros que guían, son muertos que guían a otros muertos, que los manipulan con su dinero o con sus ideologías baratas. Rascacielos que no perdurarán, como tantos otros. Necesitados, más bien que sobrados.
Éste, hijo mío, es el motivo de los rascacielos, dar culto a la tontería humana. Me quito el sombrero ante el cúmulo de conocimientos prácticos que suponen, pero yo, como tú, también me digo: “¿por qué?” ¿Qué significa un metro más, cuando toda una civilización se tambalea?

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