¿Por
qué se construyen los rascacielos?, pregunta un niño. ¿Por qué esos edificios
tan altos? Los ha visto en una revista, compitiendo por la altura con sus
distintas formas. Han pasado días desde que recorrimos juntos aquellas páginas
y, salvo el vértigo que se produjo en mi imaginación, sólo me queda de aquellas
siluetas la pregunta “¿por qué?”.
No
lo sé hijo, no lo sé. Desde los tiempos más remotos, toda civilización que
sobresalía en el conocimiento o en el saber práctico ha proyectado construcciones
que se elevaban hasta los cielos. Monumentos colosales relacionados con el más
allá de esta vida o con otros mundos que se esconden a años luz de nuestro
planeta. Moradas de ultratumba para hombres que se suponían divinos,
construcciones astronómicas que señalaban otros mundos. Exhibición de
conocimiento práctico, manifestación de poder, muestra de esplendor, referencia
obligada o, como en el caso de las grandes catedrales, casa de Dios en la
tierra.
Con
el tiempo, ¿qué ha quedado de todo eso? Quizás un poco de todo, como la torre
Eiffel, manifestación de la capacidad arquitectónica e ingeniera; como el
observatorio de Monte Palomar y los grandes radares, que investigan la
posibilidad de otros mundos; como la Estatua de la Libertad, muestra del agradecimiento
entre los pueblos y de una de las esencias de la dignidad humana; el Cristo Redentor
sobre el monte Corcovado en Río de Janeiro, recuerdo de la trascendencia de la
vida a igual que la Sagrada Familia de Barcelona. Si, un poco de todo, quizás.
Pero,
¿y los rascacielos? Tienen mucho de lo anterior -maravillosas obras de
ingeniería, faros de esplendor económico, centros de negocio-, pero nada de
trascendencia. Icono del poder económico, eso son. O, al menos, para eso se
encargan. Es un simple perdurar en la tierra, referencia humana para los
humanos. Y ése, quizás, sea el motivo por el que no olvido la pregunta: ¿por
qué?
Muchos
quieren ser como rascacielos, sobresalir sobre lo que le rodea, situarse sobre
los demás, controlar. Pero no aportan nada que enriquezca al resto; no sólo porque
no den dinero, sino porque no transmiten sabiduría. Es nuestra civilización la
del exterior; crece para fuera sin interior alguno. No se elevan para
contemplar sino para ser contemplados; no son faros que guían, son muertos que
guían a otros muertos, que los manipulan con su dinero o con sus ideologías
baratas. Rascacielos que no perdurarán, como tantos otros. Necesitados, más
bien que sobrados.
Éste,
hijo mío, es el motivo de los rascacielos, dar culto a la tontería humana. Me
quito el sombrero ante el cúmulo de conocimientos prácticos que suponen, pero
yo, como tú, también me digo: “¿por qué?” ¿Qué significa un metro más, cuando
toda una civilización se tambalea?
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