martes, 29 de mayo de 2012

X (29-05-2012)

A veces, los gritos del exterior se hacen tan reiterativos que ignorarlos clama al cielo. Y aun siendo esos gritos de distinta naturaleza, los que tienen que ver con el desprecio de la vida del inocente son los más elocuentes. Se trata de un problema no ajeno a nuestro país, así como de plena actualidad –la muerte del inocente siempre es dolorosa actualidad-, pero que al contemplarlo en el exterior adquiere una dimensión diferente. La locura se ha generalizado y son las mismas instituciones encargadas de promover la salud las que promueven tal aberración.


Vivimos en un mundo en el que los altos organismos son reflejo de ideologías concretas, no mayoritarias e impulsadas por lobbies económicamente poderosos. El alcance de su influencia es tal que basta mencionar sus iniciales para que todo lo que afirmen sea considerado por gran parte como argumento de autoridad. Su voz ahoga las voces que le desautorizan convirtiéndose en la gran, y única, conciencia humana. A eso aspira, a silenciar al hombre por dentro, a apagar la conciencia de cada individuo, para alzar una sola voz, un solo pensamiento, que no es otra que su voz y su pensamiento.

Cuando era niño leía con temblor los rituales de sacrificios humanos que formaron parte de distintas civilizaciones. Los citaban los libros como algo del pasado, como algo propio de civilizaciones atrasadas, como un defecto que la humanidad ya había superado. Y uno, que era niño, así lo creía. Pero la realidad demuestra que la sofisticación lo puede todo. Somos tan civilizados que hemos puesto por escrito que el primer derecho del individuo es la vida, como si fuera algo que necesitara ponerse por escrito. Pero se ve que sí, que sí hacía falta. Pero, después de hacerlo, después de escribirlo, hemos buscado razones para justificar qué vida hay que respetar y cuál no. Llegando así a poner en duda hasta el concepto natural de vida humana. ¿Qué es la vida?, ¿de qué vida hablas?, te preguntan.

Y mientras preguntan, las vidas de miles de niños se pierden. Los matan en el vientre de la madre con instrumentos ancestrales y, como somos civilizados, prohibimos sus imágenes a los niños pequeños y hasta se las negamos a las madres cuyo único remedio ofrecido es el de abortar. Y mueren las niñas que no han sido abortadas porque son niñas, como mueren los niños que nacen sin con las cualidades que los padres esperaban. Y, es que, cuando se es permisivo con la muerte, cuando jugamos con la vida como dioses, aunque sea por razones sentimentales y precisamente por ello, todo se torna contra el hombre y, especialmente, contra la mujer a la que se pretende defender.

La mancha del aborto marcará a nuestra civilización -¿civilización?- para la posteridad y nos señalará como una civilización que abjuró de la razón y cedió a la piedad peligrosa. Nosotros, tan científicos y tan tecnológicos, hemos pecado contra la razón. La tenemos dormida, la hemos dejado en manos de otros, de los que dan una solución fácil y luego abandonan a la suerte o a la caridad de aquellos que estuvieron desde un principio dispuestos a poner remedio.

Hoy, que tanto se habla de economía y de ajustes, es también momento oportuno para encauzar lo que va contra esta sociedad, que no es solo el despilfarro o la corrupción. El mal es más hondo y muestra de ello son los miles de asesinatos de inocentes. Si no se respeta la vida, ¿cómo vamos a pretender algo que es jerárquicamente posterior?

Por suerte, el coeficiente de resistencia de un país no viene dado únicamente por el cálculo de las fuerzas materiales –económicas- que operan sobre él, sino que también depende de esas otras fuerzas que a partir de las ideas configuran los principios de su gente. Decimos que necesitamos capital humano para sacar adelante nuestra economía, pero estamos más necesitados de hombres y mujeres con principios y con una buena dosis de sentido común.

No hay comentarios:

Publicar un comentario