lunes, 29 de agosto de 2011

Pensando en doña Ramona (30-08-11)

Decíamos el otro día que nos educamos en el “hacer” sin advertir que una parte de nuestra vida es sobre todo “contemplar”. Y lo decía porque me parece que sin una formación al respecto o sin una reflexión previa es fácil que hombres que han pasado toda su vida en plena actividad no encuentren sentido a sus vidas cuando a determinada edad, que siempre llega, pierden la autonomía.


Hoy quiero abordar el problema desde otro punto de vista. No desde el sujeto que no encuentra sentido a su vida porque carece de autonomía, ni siquiera desde el que sí que la encuentra, sino del observador exterior que por el motivo que sea (familiar, sanitario, vecino) contempla a una persona en tal condición.


De este tipo de observadores el más inocente es el niño, quien a la vista de cualquier persona necesitada de ayuda exclama con sincera ingenuidad: “¡pobrecito!” o “¡qué pena!”. Sin advertir que hace tan sólo unos años él era una persona indefensa, tan indefensa como aquella. Una realidad que hay que hacerle ver para que ese buen sentimiento no degenere con el tiempo en un oscurecimiento de la verdad sobre las distintas etapas de la vida de todo ser humano. Oscurecimiento que se manifiesta con un temor obsesivo que se expresa con un “que a mí no me pase”. Un sentimiento que hay que educar, poco a poco, mediante la idea de que la dignidad del ser humano no está en “lo que hace” o en “lo que de él se espera”, sino en que “es” un ser humano. No es que tenga valor porque cada vez hace más cosas o levanta mayores expectativas de futuro, sino que tiene valor en sí mismo por el simple hecho de ser un hombre o una mujer. Verdad ésta que contribuye a la autoestima y, mejor aún, a estimar a los demás por sí mismos.


Si esta verdad no se aprende se acaba cayendo en el sentimentalismo, que nada tiene que ver con aquella compasión del niño. El sentimentalismo genera una compasión cuya única solución pasa por la desaparición del problema. Nada importan los deseos del que carece de autonomía, es su propio dolor el que quiere curar. Porque se cruza con él cada día o porque debe dedicarle tiempo o porque le resulta gravoso económicamente, ¿qué se yo? Ya no sirve –se dice-, es un estorbo, una carga, ocupa una cama; pero justificará su decisión con ese “era lo mejor para él”. O engañará diciendo que dar de comer por vía intravenosa es ensañamiento terapéutico. Menudo ensañamiento producen el hambre y la sed, eso sí que es ensañamiento. Y lo que es peor, obligará a sus empleados a realizar sus deseos sin tener en cuenta la conciencia de estos, como si fueran máquinas los tratará.


El mismo niño al que ayer se le dedicaron todos los medios para que sobreviviera a un difícil parto hoy es un anciano que se alimenta por vía intravenosa. Aquella mascarilla de oxígeno que le permitía respirar realiza la misma función que la que ahora cubre el rostro del anciano. Y, sin embargo, el empeño o la convicción o el deseo de que sobreviva no es el mismo en el observador exterior. El niño representa el futuro -dicen-, el viejo es el pasado; una vida por vivir, una vida ya vivida; y vuelta a los mismos parámetros: la capacidad de hacer, las expectativas que se alzan a su alrededor. Cuando la realidad es que tanto el niño como el anciano son presente, vidas ambas que discurren en el tiempo hasta que algo falle. Vidas con la misma dignidad, la que da ser un ser humano. Una dignidad que les viene de nacimiento. Y de la que uno, aunque quiera, no puede desligarse.

lunes, 22 de agosto de 2011

Apuntes sobre educación (y II) (23-08-2011)

Salgo de visitar una residencia de la tercera edad y, ante el calor insoportable del sol, busco mesa en una cafetería próxima situada a la sombra de un callejón. Como fumador, ocupo la única mesa libre que queda sobre la acera. No echo de menos el aire acondicionado. Me siento más cómodo en un ambiente natural. Limpio la pipa mientras el camarero pregunta lo que voy a tomar. Un café con leche será suficiente y, adelantándome a su posible requerimiento, le digo que no lo quiero del tiempo. Empiezo a encender la pipa cuando me lo sirve junto a dos sobrecitos de azúcar. Vacío uno y dejo el otro sobre la mesa. Pienso en que no tengo claro cuál es esa “tercera edad”, ni cuál es la franja temporal que corresponde a cada una de las anteriores. Y me pregunto por qué no me atrevo a llamarla “residencia de ancianos”. Estando en esas, leo el refrán que muestra el sobrecito que he apartado: “Dame un pez y cenaré esta noche, enséñame a pescar y cenaré siempre”. Conocidísimo refrán cuya interpretación habitual es bien conocida. Pero al que yo, en ese día, procuro darle otra que encaje con lo que acabo de ver en la residencia. No la fuerzo, es más bien algo intuitivo. Aparece de pronto, una vez desechada la que se acostumbra.


Ya en recepción se han cruzado cinco residentes. Cuatro en carrito y un quinto en tal estado que, a primera vista, da la impresión de ser algún directivo del centro. Dos carritos permanecen fijos, como anclados, con sus ocupantes observando la entrada. Otros dos son empujados por una auxiliar. Mi acompañante conoce a tres de ellos. Los define por su oficio: una pandera, un trabajador de la radio local y un carpintero. Personas que fueron de gran actividad, pero que dependen hoy de otro para el más mínimo movimiento. Y me vienen a la cabeza aquellas palabras que dicen, más o menos, así: “llegará un día en el que otro te ceñirá y te llevará donde él quiera”.


Durante toda la vida prevalece una educación cuya esencia consiste en “hacer”. Y, desde finales de los ochenta, esta es la pedagogía que el Estado pretende imponer a los jóvenes, una pedagogía de la que algunos escapan gracias a la visión más amplia de parte del profesorado. Por encima de lo que se aprende se sitúan las destrezas, las habilidades y las estrategias cognitivas. Constructivismo se llama. Hasta el punto de que lo que interesa no es tanto lo que se aprende como las habilidades que se desarrollan al aprenderlo. Esto es, la realidad no importa. O, dicho de otro modo, la realidad que verdaderamente cuenta para el hombre es la que él construye.


Pero llega un momento en el que se pierden las habilidades, en el que las destrezas de otrora no sirven y en el que las estrategias no motivan. Un momento en el que, como dice el poeta, me quedo solo con mis pensamientos. En el que no hay nada que “hacer”. En el que de nada me sirve “saber pescar” si ello es solo actividad. Nada exterior que construir. Es el momento del “ser”. Ser de la tercera edad o ser anciano, ¿qué más da? Porque en el fondo es todo lo mismo: ser un humano. Lo mismo a la primera, que a la segunda, que a la tercera edad. Lo básico es ser un hombre o una mujer. Y al llegar a esta edad me doy cuenta que en esa labor se han empleado pocos recursos. Porque no entiendo mi vida sin la actividad. Enseñamos a sobrevivir, pero no a vivir como lo que somos. Nos educamos en el “hacer” sin advertir que una parte de nuestra vida es sobre todo “contemplar”.


La realidad no la construyo yo. Si por mi fuese, nunca ocuparía un carrito de ruedas. La realidad está ahí, tanto la visible como la invisible. No hubiera venido mal que me hubieran enseñado a pescar también en este mar en cuyo horizonte se vislumbra el límite de la vida. Pesca de altura, se llama, Porque entonces sabría que a mi vida todavía le quedan ciento de millas de sentido. A remolque en el “hacer”, a todo babor en el saber y en el contemplar.


Pido la cuenta y, mientras guardo la pipa, pienso que para el próximo martes escribiré algo sobre lo que acabo de intuir. Y eso he hecho.

lunes, 15 de agosto de 2011

JMJ 2011 (16-08-2011)

Hoy comienza en Madrid una nueva Jornada Mundial de la Juventud que, instituida por el beato Juan Pablo II, se viene celebrando alternativamente entre Roma -jornada de celebración diocesana- y otra ciudad del mundo -jornada de celebración internacional-. Ciudades como Buenos Aires, Czestochowa, Dénver, Manila, París, Toronto y Colonia, han sido también sedes de la misma. La última jornada internacional tuvo lugar en Sídney (julio 2008), a la que le siguieron dos jornadas diocesanas en Roma. Con la primera de Roma en 1986 son ya 26 y, para Benedicto XVI, la jornada de Madrid será la séptima que se realiza bajo su presidencia.


Como recordarán los de mi edad (más jóvenes en aquel tiempo), es también la segunda que se celebra en España, después de la de Santiago de Compostela en 1989 que, bajo el lema "Yo soy el camino, la verdad y la vida", reunió a cientos de miles de jóvenes en el monte do Gozo y donde Juan Pablo II recordó las raíces cristianas de Europa estrechamente entrelazadas con la tradición secular del camino a la tumba del apóstol.


El lema de este año es “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe”. Y presenta los mismos objetivos que todas las anteriores: favorecer el encuentro personal con Cristo; vivir la experiencia de ser Iglesia católica, como misterio y comunión; tomar conciencia de la vocación de todo bautizado, llamado a convertirse en misionero; y redescubrir los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, que fortalecen la vida cristiana.


Como se puede deducir, ninguno de estos objetivos es anti-nada. Al contrario, son propuestas positivas que la Iglesia Católica dirige a los jóvenes, especialmente a aquellos que se consideran cristianos. Unas propuestas exigentes que, por su alta aceptación, demuestran que los jóvenes saben distinguir muy bien el grano de la paja. Porque aquí no se les va a proponer cosas facilonas ni palabras que adulen sus oídos, sino una manera exigente de vivir que fue encarnada hace dos mil años en la persona de Jesucristo. Y, es que, “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est). Antes o después, el tener, el placer y el poder se descubren incapaces de colmar las aspiraciones de la persona y surge la necesidad de construir la propia vida “sobre cimientos sólidos, que permanezcan incluso cuando las certezas humanas se debilitan” (Verbum Domini). Unos cimientos que sólo se encuentran en la persona de Jesucristo, fundamento de toda la realidad.


Por otro lado, el hecho de que en España el 75 por ciento de las familias soliciten religión para sus hijos y que el 68 por ciento de los jóvenes considere que la fe les ayuda a enfrentarse a los problemas de la vida (el 22% no sabe o no contesta), permite afirmar que la elección de nuestro país para la realización de esta jornada es una elección plenamente democrática. También el lema “firmes en la fe” es muy a propósito, aunque el proclamarse cristiano no sea cuestión de vida o muerte como sucede en otros países, como se puede deducir de la lectura de la prensa de estos días.


Me decía una amiga que su experiencia en la JMJ de Polonia fue maravillosa. No sólo el encuentro con el Papa, sino también todo lo que se organizó a su alrededor. Pensaba en el trabajo grandísimo que debía suponer su preparación y el sacrificio con el que los asistentes sobrellevaban las dificultades materiales. Una experiencia que todo cristiano debía de tener alguna vez. Una experiencia que puede hacer cambiar la propia vida y en la que se descubre gente que puede ser artífice de esta nueva orientación.


Por mi parte, lo tengo claro, estas jornadas serán una recarga de valores esenciales para una sociedad en crisis, no sólo económica, sino fundamentalmente agostada por la ausencia de valores que valgan la pena.

lunes, 8 de agosto de 2011

Apuntes sobre educación (09-08-2011)

Hay una edad en la que al niño hay que obligarle a hacer lo que nunca haría motu proprio. Hay que hacerle aprender aquello que, si fuera por él, nunca hubiera elegido aprender. Aquello a lo que él no es capaz de darle importancia y que, sin embargo, será de gran utilidad para su vida. Utilidad no sólo en el sentido práctico –en el hacer-, sino también en el teórico –en el comprender y dar sentido a su existencia-.


Convertir en un derecho la posibilidad de adquirir educación y cultura es algo loable. Reservar para este fin un tiempo mínimo de la vida, como es la infancia y juventud, es magnífico. La cuestión está en determinar el límite de la edad en la que el ejercicio de este derecho debe pasar de obligatorio a voluntario. Una decisión que dependerá de los niños y niñas, así como de sus padres y madres, pero a la que el sistema educativo debe marcar una referencia para impedir que la inconsciencia de la infancia o la falta de interés por la educación de algunos padres o, lo que es peor, la mala situación económica de éstos, impida el ejercicio de un derecho cuya consecución no ha sido gratuita sino fruto del esfuerzo de las generaciones anteriores. Un esfuerzo que ha convertido el “si hubiera podido estudiar” en “si hubiera querido estudiar”.


El sistema educativo español –tan variable como dispar entre autonomías- establece los 16 años como referencia de la Enseñanza Secundaria Obligatoria, aunque de hecho sea posible permanecer voluntariamente en ella hasta los 18. Un límite que, sin ser del todo malo en cuanto a la voluntariedad, presenta graves lagunas en cuanto al desarrollo de la obligatoriedad. El absentismo y el tratamiento de las conductas disruptivas –saltarse las clases y gamberrismo, se decía antes- son algunas de estas lagunas. El primero afecta a profesorado, padres, asistentes sociales y policía, además de lo poco ejemplar que resulta para los estudiantes menos motivados. El segundo, en cambio, afecta directamente a los estudiantes que comparten grupo con el gamberro, además de las situaciones inverosímiles –por degradantes- a las que somete al profesorado. Lamentablemente, el sistema no aporta otra solución que la exigencia de una dedicación máxima de tiempo a estas situaciones dejando de lado la profundización y mejora de aquellos niños y niñas que tienen disposiciones para aprender.


La experiencia, pues, urge a un cambio de “eso” que han convenido en llamar ESO. Pero las soluciones que se barajan desde el actual Ministerio de Educación son meros parches. Chapuzas que, más pronto o más tarde, habrá que echar por tierra mediante una reforma general del sistema educativo. Un reforma que debería empezar por devolver al Estado las competencias que fueron transferidas a las autonomías. Si no todas, la mayoría. Es penoso oír a todo un Director General del Ministerio de Educación quejarse de que algunos de sus buenos proyectos –porque también proponen cosas buenas- se diluyen, hasta casi desaparecer, en manos de las Consejerías de educación de las distintas autonomías.


No hay que tener miedo en afirmar que a partir de los 14 años hay que ofrecer otro tipo de enseñanza para muchos jóvenes. Esto es, que a partir de lo que ahora se llama 2º de ESO hay que ofrecer dos tipos distintos de enseñanza. Una dirigida al Bachillerato y Ciclos Formativos de Grado Medio, y la otra encaminada a cualificar en un oficio. Sin perjuicio de que se tiendan todos los puentes necesarios para que aquellos jóvenes que vayan madurando puedan volver al tipo de enseñanza abandonada voluntariamente con anterioridad. Pero, ojo, estos puentes no deben ser lo que son ahora, atajos donde se rebaja el nivel para inflar estadísticas. Porque las estadísticas pueden vivir de la trampa pero no una nación.


Y todo hay que hacerlo sin complejos, sin falsas componendas, sin becas para aquellos que no quieren estudiar y a las que no pueden aspirar los buenos estudiantes. ¿Habrase visto mayor injusticia? La mejor beca para unos estudios que son gratuitos es el ejercicio obligatorio del derecho a recibir educación hasta, al menos, los 16 años. Lo que ya supone en sí mismo un derroche de medios por parte del Estado. Este derecho se concretará para unos en aprender un oficio –jóvenes cualificados que tanto necesita esta nación-, para otros, en cambio, en recibir una auténtica educación secundaria.

martes, 2 de agosto de 2011

Intranquilidad (02-08-11)

No recuerdo haber visto a tanta gente comprobar el ingreso de su nómina. Tampoco antes había recibido un email institucional asegurando que la orden de pago estaba ya dada en Hacienda. Pero no me sorprende, porque la impresión general es que puede llegar un mes en el que no se cobre.


Me decía una amiga que hubo un tiempo en el que se ganaba poco pero se vivía tranquila. Ahora, en cambio, la intranquilidad se ha apoderado de ella bajo la forma de una posibilidad, la de perder el trabajo. Y no es fácil vivir con esa incertidumbre.


Miramos atrás, al pasado de una familia sencilla, para descubrir que a pesar de las estrecheces bastaba el esfuerzo para conseguir un poco más. Se podía ir a más dando cabida a metas y sueños. Metas lejanas que permitían soñar porque todo era cuestión de tiempo. Se ahorraba lo que se podía y se gastaba cuando se tenía. Las costumbres eran austeras y los caprichos, comparados con los de ahora, parecen bagatelas. Pocos libros y bien cuidados, poca ropa y bien planchada, ropa de trabajo y ropa de vestir, celebraciones en las casas y alguna que otra, más especial, en algún restaurante, coche para las necesidades, veraneos en el pueblo, reuniones familiares alrededor del puchero y unos pastelillos caseros. En el hogar, el abuelo y la abuela. Los tíos que eran toda la vida tíos, las tías que eran toda la vida tías. El médico que asistía a las casas, el olor a alcohol quemado en el que el practicante purificaba la aguja de su jeringuilla. La escuela y los maestros que ocupaban el tiempo de la infancia. El estudio, la calle y los amigos, para el tiempo sobrante. Y todo sin prisa, era cuestión de tiempo.


Hasta que aparecieron las quejas y las prisas. Todo se podía conseguir en menos tiempo. Hasta se podía comprar sin dinero. Todo era más fácil, nos acostumbramos a la facilidad. Quiero y obtengo. A nueva queja nueva consecución. Lo exterior era lo importante. La vida era todo exterior. Fuera de casa, fuera del hogar, fuera de la familia, fuera del vientre materno.


Seguimos con el trabajo, pero ese exterior nos metió la zancadilla. Cumplimos con Hacienda, pero Hacienda no puede cumplir ahora con nosotros. ¿Qué ha pasado? Los bancos han crecido, pero no hay dinero. Las administraciones hablan de millones de déficit cuya solución pasa por el endeudamiento de los que han contribuido a engordar sus arcas. ¿Qué ha pasado?


¿En quiénes habíamos puesto nuestra confianza? Tanta habíamos puesto, que es ahora lo que más escasea. Se ha perdido la confianza y, con ella, la tranquilidad. Y esto va a durar. No quiero ser agorero, pero es evidente que los expertos no ven el final de esta crisis.


Dice mi amiga que, por si acaso, habrá que ir pensando en el pueblo. En laborar una pequeña huerta para vivir de ella. Pero, ¿qué pasará con los que no tengan un pueblo al que ir?

La realidad de Europa (26-07-11)

Después de que la Unión Europea diera oxígeno a Grecia y, consiguientemente, al resto de países que atraviesan por situaciones análogas, un fanático quitaba la vida a un centenar de noruegos, jóvenes, muy jóvenes, en su mayoría. Mientras que el grupo de presidentes de la Unión se las ingeniaba para salvar a Grecia y, consecuentemente, sus propios intereses, los de ellos, un hombre decidía por sí mismo castigar con la pena de muerte a decenas de europeos. El logro de una colectividad quedaba oscurecido por la acción de un individuo. Cuando la luz comenzaba a brillar para el sur de Europa, una sombra se fijaba en el norte. La sombra de los antiguos fanatismos y, más en concreto, del nacionalsocialismo, causante de la segunda gran guerra europea de la primera mitad del pasado siglo. Ideologías de terror que siguen causando atrocidades y dejan indiferente al que las comete. Ideologías que se desarrollan siempre en el caldo de cultivo de toda crisis económica, pero que sobreviven al tiempo en el rescoldo de unas cenizas que nunca fueron extinguidas.


La maravilla de la libertad del hombre corre un riesgo que hoy, y siempre, tendremos que aprender a sobrellevar. Unos libros que difunden las ideas del fanático, unas redes sociales que las apoyan, unos jóvenes que juegan a vestirse como aquel. Parece que no tiene importancia, que es juego de niños, que es sólo cosa de unos pocos que, además, están locos. Y, quizás por eso, porque están locos, debiéramos prestarles más atención. Los viejos extremismos no están agotados, siguen ahí, latentes; ambos extremos tiene sus pobladores. Parafraseando a Calvo Serer, creo que es necesaria una política cultural montada sobre la realidad en la que vivimos, porque cualquier mutilación o desfiguración de los hechos se va a volver contra nosotros. Como así ha sido. Porque en la actual política cultural predomina el desequilibrio, la intención de mostrar la realidad desde sólo una parte. Y, al hacerlo, se perpetúan los extremos.


En la línea de la ideología del terrorista que asoló Oslo en la tarde del viernes sorprende la contundencia con la que algunos que la comparten niegan el Holocausto. Como asombra el que algunos padres no perciban que la vestimenta de sus hijos lleva a la par la ideología nazi. Si no asumida enteramente, al menos sí en parte. Y en este caso no se trata de política cultural sino de educación familiar. Parece pues que todos tenemos mucho que hacer.


Si antes del jueves, la canciller alemana Ángela Merkel daba mensajes poco claros, que no daban pistas por donde iba a salir y que enfadaron hasta al propio Helmunt Khol, la tarde del jueves puso en cambio su grano de arena para intentar salvar la crisis. Por el contrario, los mensajes del asesino de Oslo han sido siempre claros, diáfanos.


Mientras Europa estaba preocupada de lo que iba a ser de ella, un hombre había anunciado ya lo que iba a hacer con ella. Pero, ¿quién podía dar veracidad a tal locura? ¡Hay tantos que dicen lo mismo! Tantos, ¿y no nos preocupamos de ellos?